Mandela y nosotros

Fernando Petrella

La muerte de Nelson Mandela ha conmovido justamente a la opinión pública nacional e internacional. Es que ha desaparecido un líder que hizo causa  con la libertad, la justicia, la unión y el repudio inconmovible a la violencia. Igual que Vaclac Havel conoció las prisiones más crueles pero, al recupera la libertad, fomentó la convivencia evitando la división y la discordia,  sentimientos que germinan fácilmente después de las grandes tragedias. Madeleine Albrigth, representante permanente de Estados Unidos ante las Naciones Unidas y luego secretaria de Estado, lo recuerda en sus Memorias como una persona muy valiente que siempre buscó justicia y nunca venganza. Boutros Boutros Galhi, secretario general de las Naciones Unidas, evoca emocionado que, para obtener el respaldo norteamericano para su reelección ese alto cargo, Mandela lo llamo a Bill Clinton y le dijo que Boutros era su “hijo adoptivo”. Kofi Annan destaca que supo innovar en la agenda del Consejo de Seguridad al promover, en diciembre de 1999 con explicito respaldo argentino y de otros países, que la cuestión del sida sea considerada en la agenda de dicho órgano.

La mayoría de las crónicas sobre su muerte se centran en los rasgos formidables de su personalidad y cómo ésta permitió extraer a Sudáfrica de su trágico laberinto y llevarla, en relativamente poco tiempo, a ser una de las naciones más respetadas y admiradas. Por todo ello, no debe sorprender que Carlos Menem, presidente de la Argentina precisamente cuando el laborioso proceso de reconversión hacia la democracia multirracial tenía lugar, se hubiese interesado tan profundamente en el líder africano y en su visión sobre el arrepentimiento, verdad, justicia, memoria, convivencia y finalmente, reconciliación. Esto también explica el impulso de la Cancillería de Guido Di Tella para una rápida recomposición de las relaciones  y obtener que Carlos Menem fuese el primer presidente de América Latina que realizara una visita oficial a Sudáfrica, aun cuando algunas de las dificultades políticas seguían sin resolverse.

Las relaciones  con Sudáfrica habían sido hasta ese momento muy distantes –incluso en su momento suspendidas por el presidente  Alfonsín- en razón de la nefasta  practica del apartheid. Además, Argentina había sido y era un  activo promotor de la descolonización en las Naciones Unidas y factótum de la primera visita de un secretario general -el austriaco Kurt Waldheim-  a Namibia en 1972, hecho que alteró el equilibrio  estratégico subregional que sustentaba al régimen sudafricano. Los vínculos diplomáticos, de bajo nivel, se mantenían en razón de intereses mineros y ganaderos así como por una muy discreta cooperación naval en el Atlántico Sur área de indiscutible interés para ambas naciones. Pero la situación cambió de raíz cuando apareció la figura de Mandela. Se sucedieron entonces contactos diplomáticos y visitas recíprocas de alto nivel. De Klerk a la Argentina en 1993, Guido Di Tella a la asunción del ya presidente Nelson Mandela en mayo de 1994,  posteriormente Thabo Mbeki y Carlos Ruckauf así como los primeros ejercicios navales conjuntos argentino-sudafricanos a los que luego se unieron Brasil y Uruguay.   Menem visitó oficialmente Sudáfrica en febrero de 1995. La declaración conjunta suscripta por ambos mandatarios reconoce baluartes de la diplomacia argentina como las Operaciones de Mantenimiento de Paz, los voluntarios de Cascos Blancos, la Zona de Paz y Cooperación en el Atlántico Sur y el apoyo a la Argentina para sede  de la Secretaría del Tratado Antártico. Se discutieron también cuestiones de no proliferación nuclear ámbito donde argentina se destacaba con justicia por su arreglo con Brasil y la voluntad de “autorrestringirse”, criterio al  que también  adhirió Sudáfrica. Mandela retribuyó la visita a la Argentina en 1998, ocasión en que recorrió parte de nuestro país.

Tanto Argentina como Sudáfrica designaron embajadores representativos. Hugo Porta, por ejemplo, no solo se instruyó cuidadosamente en la Cancillería respecto de su labor, sino que, por su dedicación y compromiso, demostró ser la persona adecuada para el momento. Mandela lo distinguió personalmente  porque decidió hacer del rugby –deporte nacional sudafricano– el símbolo del perdón y la reconciliación. Con posterioridad Argentina acreditó diplomáticos experimentados y Sudáfrica a  Peter Goosen, experto en desarme y  hoy representante en La Haya para la Organización para las Armas Químicas, y a Tony León, abogado opositor que había negociado con el Congreso Nacional Africano los problemas más dolorosos de la transición. Actualmente la embajadora sudafricana es Dlamini Mandela, que fuera enviada especial para la inauguración del presidente Fernando De la Rúa, gestión durante la cual se firmó un acuerdo Mercosur-Sudáfrica. Hacia el fin de ese primer período, el intercambio comercial se había triplicado y diversificado, así como las vinculaciones deportivas y los contactos académicos. Exponente de esto último es que Sudáfrica estableció en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales la primer oficina en América Latina para la difusión de la cultura africana.

Los vínculos entre ambos países siguieron fructíferos hasta la actualidad. Por ello sería muy oportuno que nuestra línea de bandera enfatizase las rutas hacia África, así como la ruta transpolar que nos comunica con Asia, donde están los más prometedores intereses comerciales. No hacerlo prontamente y privilegiar las rutas “shopping”, en desmedro de la estrategia “sur- sur”, sería un error seguramente no consentido por la Cancillería.

Bill Clinton registra que su admiración por Mandela se sustenta no solo en su sorprendente viaje desde el sufrimiento a la reconciliación,  sino también en que siempre cultivó la humildad, el trato cortes, así como el desprendimiento personal y el interés genuino en el bienestar ajeno. En estos momentos de confusión política  y de liderazgos inconsistentes en el mundo y  en los países, el ejemplo de Nelson Mandela es el mejor legado que nos deja su vida.