Por: Gabriel Fuks
Con voz asertórica, ojos flamígeros y asumiendo un rol de fiscal dueño de la suma de la ética, hemos visto en los últimos días parasitar por los costados del complejo debate acerca del Memorando de Entendimiento entre la Argentina e Irán, entre otros, al rabino Sergio Bergman, actual legislador de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, lugar al que llegó no por casualidad sino gracias a un compromiso con el macrismo de tal calibre que lo llevó a encabezar la lista del PRO.
Repartiendo invectivas, epítetos sonantes, acusaciones de traición, cartas y notas, intentó encontrar un lugar en el que su dedo en ristre lo convirtiera en uno de los dadores de virtudes o vergüenzas. Quizás entrevió la oportunidad de remontar su mediocre desempeño como legislador, más dedicado a sesiones de terapia grupal con su grupo de amigos en las dependencias de la Legislatura, disfrazadas de meditación, que al sinnúmero de problemas reales de los ciudadanos de nuestra ciudad.
Desde ese lugar que nadie le otorgó (y en el que llega a atribuirse la representación de “la comunidad judía y de la nación Argentina toda”), se ha dedicado a insultar y denostar con bajeza y desdén, entre otros, a los senadores Daniel Filmus y Beatriz Rojkés de Alperovich, y al canciller Héctor Timerman, y en general, paradójicamente, a todos los representantes del Gobierno Nacional que profesen o reconozcan en sus orígenes familiares la religión judía.
Su intento de apropiación de las maniobras que atentan contra la búsqueda de verdad y justicia que impulsa el Gobierno nacional llevaría a creer que este hombre hace de su vida una permanente búsqueda de señalamiento de supuestos culpables, cómplices y encubridores de la causa AMIA, y con especial dedicación de aquellos que comparten su religión. Sin embargo, parece que hay uno que se le escapó: él mismo.
No hay otra manera de explicar su connivencia y convivencia en un espacio político que entronizó a Jorge “El Fino” Palacios como primer jefe de la Policía Metropolitana hasta que las denuncias incontrastables lo bajaron de un hondazo.
Palacios hoy está doblemente procesado. En un caso, nada menos que por encubridor de la causa AMIA, donde lo acusan de ser uno de los brazos operativos de la destrucción y desaparición de pistas y datos del terrible y siniestro atentado del 18 de julio de 1994 en Pasteur 633. Y no son supuestos: una foja de la causa reza, textualmente, que “se le imputa a Jorge Alberto Palacios el ocultamiento y la sustracción de los cassettes correspondientes al producido de las escuchas telefónicas…”. En el segundo, por espionaje telefónico realizado contra Sergio Burstein, dirigente de la agrupación Familiares y Amigos de las Víctimas de la AMIA.
El macrismo -aunque nunca nuestro severo Bergman- ha intentado por todos los medios excusarse de su acercamiento y promoción del Fino Palacios, quien además es él mismo un negacionista, que en su libro El terrorismo en la aldea global reduce a la Alemania nazi a un Estado autoritario, lejos de la perversión destructiva, sin ninguna mención al genocidio.
En el artículo que escribió, Bergman afirma que Daniel Filmus “fue siempre un defensor de los derechos humanos, un verdadero progresista”. No podríamos decir lo mismo de Bergman: siempre estuvo con los que encubrieron el atentado y junto a algunos miembros de la conducción de las entidades judías y la dirigencia política de entonces, que pactaron desvirtuar la causa. Él no traicionó su esencia, porque siempre estuvo contra la verdad y la justicia.
Arthur Schopenhauer, filósofo alemán de mediados del siglo XIX, afirmó acerca de la moral: “predicar moral es cosa fácil; mucho más fácil que ajustar la vida a la moral que se predica”. Bergman está decidido a seguir viendo la paja en el ojo ajeno, pero negar la viga en el propio. Bergman pertenece a lo más rancio de la derecha reaccionaria en la Argentina. Él es cómplice del Fino Palacios.