Por: Gabriel Salvia
Sin dudas es noticia que la cerrada dictadura cubana permita –con algunas excepciones- que sus ciudadanos puedan salir y regresar a la Isla, incluso disidentes reconocidos internacionalmente como la bloguera Yoani Sánchez, la Dama de Blanco Berta Soler y Rosa María Payá, hija del promotor del Proyecto Varela que falleció el año pasado en un sospechoso accidente de tránsito. Es que Cuba por largos años fue uno de los pocos países del mundo y el único de América Latina en violar expresamente lo contenido en el artículo 13 inciso 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pero esta decisión no puede considerarse una señal de apertura en materia política, pues en Cuba sigue vedado el ejercicio de las libertades democráticas fundamentales y continúa vigente toda su normativa penal orwelliana que va desde la “peligrosidad social pre-delictiva” a la aplicación de la pena de muerte tras juicio sumarísimo.
De hecho, se mantiene la ley 88 “mordaza” del año 1999, cuya aplicación llevó hace diez años a la cárcel a 75 opositores pacíficos acusados de delitos que en un país democrático son derechos elementales. Las largas condenas a los disidentes por ejercer el derecho a la libertad de prensa, expresión, asociación o petición, representaban en cada caso una cantidad mayor de años de prisión a los que en Argentina se pueden aplicar por cometer un crimen como el homicidio doloso.
Por eso, la referencia a la apertura en Cuba, para conceptualizarla como tal, tiene que implicar un cambio sustancial en el sistema político cerrado de los hermanos Castro que difícilmente se produzca tanto por iniciativa de quienes vienen gobernando con un control absoluto por más de medio siglo y se encuentran en los años finales de sus vidas, como por la presión de una comunidad democrática internacional que en su mayor parte actuó -y lo sigue haciendo- de manera cómplice con la dictadura y las violaciones a las libertades fundamentales en Cuba.
Mientras tanto, el movimiento opositor en Cuba se mantiene activo y en constante crecimiento, a pesar del exilio forzado de casi un centenar de activistas democráticos en los últimos años y del hostigamiento diario y los renovados métodos represivos, como el encarcelamiento exprés, hacia quienes enla Islareclaman una apertura política.
Qué distinta sería la suerte de los valientes demócratas cubanos en sus aspiraciones de libertades civiles y derechos políticos si recibieran una mayor solidaridad de parte de la dirigencia partidaria y la sociedad civil latinoamericana. ¿Acaso hay algún motivo por el cual los cubanos no puedan tener al menos los mismos derechos que quienes viven, no ya en los países con mejor institucionalidad democrática de la región, sino en las naciones que integran el ALBA? Si Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua no han adoptado el régimen de partido único, ¿por qué motivo debe continuar este anacronismo político en Cuba sin escandalizar a una amplia mayoría de demócratas en América Latina, incluyendo a quienes integran órganos legislativos conformados por una pluralidad de representantes de diversos partidos?
Es hora que quienes han optado por un silencio cómplice ante la existencia de un régimen político de estas características, consideren como inaceptable la legitimidad de un gobierno surgido hace más de cincuenta años de una revolución armada y que hasta ahora no ha tenido la valentía de someterse al veredicto popular de las urnas.