Durante mucho tiempo he supuesto que las históricas divisiones que padeció el socialismo en nuestro país se debieron a cuestiones religiosas. Fundaba esa teoría en un aspecto sugestivo. El socialismo preconizaba (lo hace en la actualidad) el agnosticismo. Sin embargo —para una sociedad que a principios del siglo XX creía que el matrimonio era el destino natural de las hijas mujeres, que consideraba al matrimonio civil sólo un trámite burocrático inevitable para consumar el verdadero, es decir aquel en que la novia (de blanco y apadrinada), acompañada por su flamante esposo, recibía la bendición de la Iglesia— la doctrina patrocinada por el socialismo era una irreverencia.
Muchos dirigentes de valía perdió el socialismo por esa intransigencia de doctrina; entre otros Antonio de Tomaso (ministro de Agricultura de Agustín P. Justo), Federico Pinedo (ministro de Hacienda durante la misma administración). Alfredo L. Palacios estuvo “castigado” con el exilio de esa fuerza durante varios años por su disposición a participar en lances caballerescos (el socialismo consideraba al matrimonio y los duelos como expresiones típicas de la burguesía, que reputaba enemiga).
Sin embargo, a esta altura de mi vida, debo confesar que he vivido en el error: el socialismo se dividió por razones políticas y una curiosa forma de ver la historia de nuestro país. Por ejemplo, tomemos los dos exponentes máximos del socialismo: Juan B. Justo y Nicolás Repetto; ambos médicos, recibidos en nuestras universidades (sin sentir, ninguno de ellos, persecuciones y actos discriminatorios por sus ideas mientras concurrían a las aulas de su facultad). Los dos participaron en la política activa de la nación con una visión diferente de la república y de sus hombres.
Justo escribió en La Vanguardia la necrológica de Carlos Pellegrini y expresaba una opinión inexacta y resentida del prócer. Decía en julio de 1906: “Si tuvo talento nunca lo aplicó en beneficio del país. En la vida no tuvo más norma que la ambición y, ante el exagerado concepto de la individualidad, desaparecía para él todo interés colectivo. Tenía el alma de un cartaginés y más que un caudillo fue un comerciante”. Es necesario disponer de una importante cuota de serenidad para no responder al insulto proferido: los amigos que cosechó Pellegrini durante su vida y la pasión con que atacó la empresa de fundar un club (el Jockey) que sirviera al recreo de esos amigos y al mismo tiempo constituyera una importante expresión de la cultura, me eximen de ese deber.
Máxime cuando otro socialista como Nicolás Repetto ya lo hiciera: “Permítanme no opinar sobre la revolución del ‘90 porque yo tomé parte entre las fuerzas que ocuparon el Parque. Teníamos todos una juvenil expectativa de éxito; pero me permito decirlo ahora: ¡menos mal que no triunfamos! De no haber estado Pellegrini y su partido, con situaciones en todo el país, quien sabe lo que hubiera ocurrido. Los señores diputados que están a mi derecha, que suelen nombrarlo siempre, tendrían que darle las gracias, porque su patriotismo salvó a la República”.
¿Quién más indicado que un socialista auténtico como Repetto para refutar a otro socialista como Juan B. Justo? Debo reiterar una vez más mi rectificación: el socialismo no se dividió por razones religiosas o formales, como el matrimonio o el duelo; se partió porque sus dirigentes tenían una visión distinta del país y de su historia.