Chávez: la momia del populismo

Gonzalo Bustamante Kuschel

Chávez fue una figura emblemática de la política sudamericana del caudillismo, el populismo y la retórica antiamericana. Fue eso, un caudillo populista.

El populismo, quizás la ideología más exitosa que ha conocido nuestro continente, a la inversa de la democracia representativa occidental, busca por medio del dominio retórico la oferta generosa de renovación socio-económica, la producción  mesiánica de un destino común, y la unidad entre el líder y “el pueblo” entendido como un sujeto único. Ese “pueblo” es abstracto, no son los individuos concretos de la sociedad que interactúan. Es un mito creado en base a un enemigo “de todos” y una leyenda que le acompaña: se apela a un supuesto pasado glorioso que se rompe por la irrupción de un contrario que representa el mal absoluto.

Chávez, con su tono burlón y actitud de bufón, explotó el fracaso de la elite venezolana, esa que se las ingenió para arruinar una de las democracias más sólidas de Latinoamérica. Qué duda cabe de la habilidad política del fallecido presidente; pero no fue él quien creó las condiciones de su propio surgimiento: la corrupción, la mezquindad social de las clases sociales privilegiadas y su natural consecuencia, una pobreza endémica. Chávez sólo supo aprovechar esas circunstancias.

¿Fue Chávez un dictador? No. Claramente no fue Videla, Pinochet ni Castro ¿Lo transforma eso en un demócrata? Tampoco. Lo suyo fue una política de tipo totalizante que estructuró su discurso bajo el binomio de lo que Carl Schmitt (el jurista nazi que ha finalizado de ícono intelectual de cierta intelligentsia antiliberal de izquierdas) designa como el eje que determina lo político: amigo-enemigo. La democracia debilitada que recibe producto del deterioro de su sistema partidario la supo usar, no para mejorar sus instituciones, sino para servir a su proyecto político personalista. Lo anterior, por cierto, ayudado por un boom petrolero sin precedentes.

En la cultura totalitaria se necesita del personalismo extremo para su subsistencia. Se requiere de un líder-salvador al cual se va a inmortalizar. Se fusionan las ideas del “estado-mesiánico” con la suerte del líder que lo encabeza y su movimiento.

Por eso no es raro su final: ser embalsamado. ¿Es una muestra de mal agradecidos el que los socialdemócratas suecos no hayan pedido embalsamar al asesinado primer ministro Olof Palme? Para nada. En los países democráticos, por grande que sea una figura y trágico su final, no se inmortaliza su cuerpo. Nunca se confunde el estado con la persona. La sociedad civil es el eje de la convivencia política, los líderes pasan, es ésta la que perdura. En el totalitarismo es a la inversa, se produce un efecto de “propiedad” del líder o del partido sobre la sociedad. Chávez se sumará así a los Lenin, Stalin, Ho Chi Minh, Mao, etc. cuyo final “egipcio” busca ser símbolo de esa unidad única con la nación y su destino. No se necesita ser una pitonisa para saber que Castro es aspirante casi seguro al embalsamamiento.

El chavismo ha sido la interpretación de un estado de ánimo y su explotación por medio de una personalidad provocadora, mitificación de lo que representa por medio de una leyenda fundacional (Simón Bolívar); la identificación del movimiento político y de la nación en general con el caudillo. Por eso Chávez desde ahora pasará a una categoría de más allá de lo humano.

Lo importante será ver cómo se construye un proyecto socialdemócrata de centro-izquierda en nuestro continente que tendrá que vérselas con una verdadera momia contemporánea de un faraón populista.