Por: Guillermo Chas
A las 15:06 de la Argentina, el humo blanco asomó por la chimenea de la Capilla Sixtina y la noticia no tardó en llegar a los teléfonos celulares de los alumnos de la Pontificia Universidad Católica Argentina que nos encontrábamos en clase. Las sonrisas e intercambios de miradas entre los alumnos dominaron el panorama dentro del aula en la que me encontraba (lo mismo ocurrió en muchas otras, según confirmé luego), y en los minutos siguientes, muchos abandonamos nuestros bancos para dirigirnos al televisor o la computadora más cercana ante el inminente Habemus Papam.
Los bares de la Universidad fueron el lugar elegido e inmediatamente quedaron abarrotados como si de una final del Mundial de Fútbol se tratase, con todos los televisores sintonizados en canales de noticias que seguían el minuto a minuto desde la Plaza de San Pedro.
Un clima festivo y expectante se había apoderado de la Universidad y tanto profesores como alumnos, docentes e incluso algunos directivos comenzamos a mezclarnos, todos juntos, frente a las pantallas.
Los comentarios iban y venían, en medio de un ambiente repleto de júbilo, expectativa y emoción, y su punto máximo llegó cuando las cámaras enfocaron la ventana del balcón con las luces encendidas. Inmediatamente después, vino un silencio, ante la solemne entrada en escena del cardenal Jean Louis Tauran. Salvo algunos sacerdotes, la gran mayoría de los presentes no entendíamos muy bien las palabras pronunciadas en latín, pero todos entendimos claramente que el apellido pronunciado era, ni más ni menos, el apellido tan conocido por cada uno de nosotros: el del gran canciller de nuestra Universidad. Y en ese momento el tiempo pareció congelarse por un instante, hasta que un docente que estaba sentado más adelante le decía a otro: “Bergoglio… ¡dijo Bergoglio!”.
Sorprendidos como el resto de los argentinos, los integrantes de la comunidad universitaria nos emocionamos. Las miradas se cruzaron entre nosotros, algunos esbozando sonrisas, otros dejando caer lágrimas, y finalmente unidos en abrazos, aplausos y gritos de júbilo. “Es Bergoglio, chabón, es el papa” le decía un chico a sus amigos en un costado. “A mí me confirmó el Papa, ¡me confirmó el Papa!”, gritaba otro. “No lo puedo creer, ¡qué grande!, viva el Papa”, le susurraba una chica, con la emoción reflejada en su cara, a otra amiga que estaba con ella en la mesa de al lado.
Y cuando esos minutos repletos de euforia dieron paso al momento de la primera salida pública de Francisco, nuevamente se escucharon aplausos. Y en un silencio casi absoluto escuchamos a nuestro querido gran canciller, que ya se había convertido en Papa. “Mañana quisiera ir a rezar a la Virgen, para que proteja a toda Roma. Buenas noches y que descansen” dijo en italiano, concluyendo sus primeras palabras como Sumo Pontífice.
Tras unos minutos los bares comenzaron a desconcentrarse, pero la felicidad y la alegría siguieron presentes en cada pasillo, cada vestíbulo y cada escalera. Algunas aulas quedaron vacías porque fuimos muchos los alumnos – y no sólo los más creyentes y devotos sino también los que integran el más reducido pero presente grupo de estudiantes que no son católicos- que ante el acontecimiento
histórico, nos pusimos en marcha para ir a festejar a la Catedral Metropolitana. Porque tenemos un nuevo Papa, latinoamericano, argentino y de la UCA. Y porque en ese momento estuvimos ahí presentes, en la Universidad del Papa.