Automedicación: ¿un bien de consumo?

Guillermo Marín

“Toma mi amorcito tu medicamento para que en unos años te hagan tu diálisis”. El spot publicitario es patético pero esclarecedor: la voz en off de una madre que ofrece un medicamento a su hijo muestra una realidad tan evidente y actual en el país como la inflación: la automedicación en niños y adultos, un mal social que avanza sin tregua.

En estos días, la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA) advirtió que según una encuesta realizada en 2013, el 82% de los entrevistados utilizaba medicamentos de venta libre y la mitad desconocía los efectos adversos que podían provocar en combinación con otras drogas. Y agregó: “alrededor del 11% de todos los casos de insuficiencia renal terminal son atribuidos al consumo de analgésicos y el 40% de los casos de hemorragia digestiva alta son atribuibles al consumo de aspirina y al resto de los antiinflamatorios no esteroides”.

En los servicios de emergencias aseguran que la segunda causa de atención por intoxicación en las guardias de hospitales públicos de la Argentina (la primera resulta del consumo excesivo de bebidas alcohólicas) se debe a la frecuencia o equivocación de la toma de medicamentos. Con todo, según estudios realizados por la Universidad Maimónides y el Instituto Argentino de Atención Farmacéutica (IADAF), la ingesta indiscriminada de remedios se cobra en el país unas 700 vidas por año. También la Trustofr American Health (Fundación de Salud Pública) revela que 50 estadounidenses fallecen a diario por sobredosis de analgésicos.

Por otra parte, un relevamiento realizado por el Instituto de Estudios sobre Políticas de Salud (IEPS) arroja un dato alarmante: en Argentina durante 2013 se vendieron unos 200 millones de medicamentos de venta libre, pese a los graves riesgos que implican para la salud.

La pregunta es evidente: ¿por qué nos automedicamos? El estudio realizado por el Colegio de Farmacéuticos de Barcelona echa algo de luz sobre este dilema. El 73% de los entrevistados -advierte el artículo- se consideraron lo suficientemente capacitados para distinguir los síntomas leves de una afección y, por lo tanto, para automedicarse sin necesidad del consejo profesional.

“Hay que agregar también otros factores vinculados a cuestiones sociales, como por ejemplo, la pérdida de la credibilidad sanitaria basada en el deterioro de la relación médico-paciente”, me dice la doctora Inés Vazquez, especialista en farmacología y docente universitaria. Ante lo desalentador del panorama convendría formular algunos puntos de vista. Digamos primero que escuchar a nuestro cuerpo es el principio de la curación de la dolencia. Sin embargo, también necesitamos de alguien que nos ayude a interpretar esa voz interior con el fin de no acallarla mediante la ingesta de una píldora. ¿Estamos dispuestos a recuperar la confianza en los profesionales de la salud?

Existen otras aristas del efecto “jugar al doctor” que parecen determinantes y de las que muy poco se habla: la publicidad indiscriminada de venta de fármacos como sinónimo de caramelos inofensivos. Resulta inquietante la liviandad con la que el personaje de cualquier aviso comercial toma un analgésico mientras su sonrisa alude a bienestar físico inmediato. Cuanto más rápido se asegure el combate del dolor, con más premura guardamos en nuestra memoria el nombre y apellido de la panacea. Entonces el efecto discursivo entra en un precipicio comunicacional que nos moviliza la conducta. Y a la sazón compramos. Y en este caso, por ejemplo, no nos preocupa que dentro del guardapolvo de quien nos asegura un alivio fulminante se encuentre la humanidad de un actor y no la de un médico matriculado. No debería resultar extraño aceptar que la compra compulsiva de cualquier producto farmacológico bendecido por un laboratorio forma parte de nuestros hábitos diarios; una adquisición más de aquellos bienes de consumo que necesitamos para nuestro diario vivir.

Otro tanto sucede con la falta de regulación de los organismos del Estado ante la difusión comercial de remedios. Un bien social como lo es cualquier medicamento aprobado por la ANMAT, acaba trocando por un mal de todos. El factor tiempo parecería también jugar su papel en este escenario de insalubridad social: no generamos momentos propicios para visitar al doctor. Acaso llegamos a él cuando es demasiado tarde. Un simple ejercicio de concientización para el uso racional de medicamentos sería este. Cada vez que vemos en la televisión al actor Daniel Hendler ingerir un analgésico harto conocido que promete “efectividad en menos tiempo”, deberíamos preguntarnos si la publicidad miente. Aunque ese sea otro tema.