En Cuba la gente no suele ir a los extremos. Aquí usted no encontrará un Mohamed Bouazizi que se convierta en una fogata humana delante del Ministerio de Hacienda para protestar por los elevados impuestos.
Sin embargo, hay muchos Bouazizi en ciernes. La manera de rebelarse es diferente. Los cubanos no se tiran a la calle a mostrar su descontento. Tampoco organizan manifestaciones masivas con carteles ni campamentos de indignados.
Protestan con paso de tortuga o huelga de brazos caídos. Robando todo lo que puedan en centros de trabajo. Siendo indisciplinados sociales o evadiendo el pago de impuestos.
Por estos días de octubre, la tensión entre un segmento de trabajadores particulares es palpable. Los choferes de taxi privados están que rabian. A muchos, una notificación de la oficina tributaria les ha llegado con nuevas enmiendas al impuesto que deben pagar.
“Debo pagar 15 mil pesos (740 dólares). Y conozco el caso de taxistas que tienen que entregar al fisco hasta 30 mil pesos (1.300 dólares). De algo puedes estar seguro. Al igual que otros, no voy a pagar un centavo”, comenta con las venas del cuello hinchadas un taxista habanero.
Es obvio que el régimen pretende que todos paguen sus impuestos. Explican que no es un invento de Raúl Castro. Y como loros asustados, los medios oficiales repiten que “nuestro pueblo debe aprender a tener cultura arancelaria, esos ingresos tributarios se revierten en beneficios sociales”.
Los argumentos caen en saco roto. El sentimiento que prevalece entre un sector de los trabajadores por cuenta propia es que el Estado los ve como un adversario. No existe juego limpio.
Hago un poco de historia. Durante años, el régimen hostigó al trabajo privado. Una noche de 1968 fueron cerrados todos los pequeños negocios. Desde bodegas y vendedores de fritas a puestos de chinos y zapateros remendones.
Cuando en 1994 Fidel Castro abrió el grifo a ciertas iniciativas privadas no lo hizo para introducir paulatinamente métodos liberales o una economía de mercado. No. Era un asunto de supervivencia política.
Las cuentas públicas estaban en rojo. El Estado debía desinflarse si quería ser rentable. Entonces soltó lastre y permitió oficios menores como reparadores de paraguas, maniseros o recolectores de materia prima.
También se podía vender café, alquilar una habitación o montar un restaurante de doce sillas. Siempre con el cerdo de elevados impuestos, para frenar la acumulación de capitales.
A fines de 1999 llegó Hugo Chávez a Miraflores. Un Santa Claus con petrodólares. Castro dio marcha atrás y el trabajo por cuenta propia fue marginado. Entre 1995 y 2003, el número de cuentapropistas bajó de 170 mil a 150 mil.
Pero en el panorama nacional ocurrieron novedades. Fidel se apartó del poder en julio de 2006 por enfermedad. El heredero natural, su hermano Raúl, es casi más de lo mismo, aunque con estrategias diferentes.
Eliminó absurdas prohibiciones que clasificaban al cubano como un ciudadano de cuarta categoría. Se permitió el arrendamiento de tierras, se legalizó el turismo nacional, tener teléfono celular, vender o comprar una casa o auto y a partir de enero, viajar al extranjero.
Actualmente, existen más de 436 mil cuentapropistas. Según el régimen, el trabajo particular “llegó para quedarse”. Pero los cubanos de a pie suelen ser desconfiados.
Otras aperturas de corte económico fueron cortadas de raíz con sanciones penales y escarnio público de los medios. Con su razón, la gente piensa que la historia podría repetirse. Sobre todo si se sabe que el gobierno permite negocios privados, siempre y cuando no ganen demasiado dinero.
Las pequeñas empresas son fiscalizadas por un ejército de inspectores y acosadas por elevados gravámenes. Por ello, la puerta de escape de muchos particulares es la evasión tributaria.
En la isla, la insatisfacción ciudadana no es sinónimo de huelgas obreras, marchas de indignados o protestas callejeras. El Bouazizi cubano prefiere la desobediencia pasiva, bien robando en su trabajo o no pagando impuestos.