Para este curso escolar, solo en las provincias de Camagüey y Ciego de Ávila hay un déficit de 1714 maestros. Bajos salarios, profesores sin vocación, escuelas sin acceso a nuevas tecnologías y gastos de los padres en la contratación de maestros particulares para sus hijos son algunos de los males. El magisterio en la isla es un auténtico calvario.
Parece que ha pasado mucho tiempo desde que un orgulloso Fidel Castro, estadísticas en mano, encandilaba a su audiencia con un manojo de números que resaltaban la calidad de la educación pública en Cuba.
Odalys, 56 años, aún recuerda a Fidel arengando al gentío en un teatro habanero en 1979, justo el día de su graduación como pedagoga. “Ha llovido mucho desde entonces. Yo estaba orgullosa de ser maestra. Era una profesión muy valorada en nuestra sociedad. Pero llegó el ‘período especial’ (una guerra sin el rugir de los cañones) y todo se desmoronó”, cuenta en la sala de su casa, en el Reparto Sevillano, a media hora en automóvil del centro de La Habana.
En 1997 la maestra habanera guardó el título en el desván de su casa. Comenzó a trabajar como ayudante de repostería en un hotel cinco estrellas de Varadero.
“El dinero no lo es todo. Pero los 400 pesos que ganaba como maestra de secundaria no me alcanzaban para mantener a mis tres hijos. No solo es un problema de salarios bajos, también pasa por el escaso reconocimiento del Estado y la sociedad hacia el magisterio. Ahora ser maestro es la última carta de la baraja. Una maldición”, explica Odalys.
Si le preguntan a Josuán, un joven que viste un jeans apretado y zapatos deportivos de punta afilada, por qué trabaja como maestro en una destartalada escuela primaria del municipio 10 de Octubre, al sur de la capital, responde:
“Simple. Ser maestro era la única manera de escapar del servicio militar obligatorio. Cuando terminé el preuniversitario, al quedarme sin carrera universitaria, tenía dos opciones: ser profesor o estar dos años limpiando letrinas en un cuartel militar. Soy maestro más por obligación que por vocación”, señala sin afeites.
El declive de la educación pública en Cuba es notorio. A partir de 1959 se convirtió en un sistema de enseñanza altamente doctrinario. La historia se contaba de una manera tergiversada y para llegar a obtener un título universitario, aunque fuese solo en apariencias, se necesitaba ser un ferviente seguidor de Castro.
En sus mejores momentos, la isla llegó a tener estadísticas impresionantes en materia educativa. En 1961, miles de alfabetizadores ayudaron a eliminar el analfabetismo y cientos de maestros voluntarios abrieron aulas en llanos y montañas. Se edificaron decenas de escuelas en el campo y de seis universidades que existían antes de 1959, tres públicas y tres privadas; la cifra se elevó a 49 centros de altos estudios: 13 universidades, 15 facultades y centros universitarios y 21 institutos y academias superiores.
Pero cantidad no necesariamente significa calidad. En su época de oro, las universidades, los institutos superiores y las escuelas tecnológicas graduaban profesionales como si fuesen salchichas. En Cuba, un millón de graduados universitarios saben desarmar en pocos minutos un fusil AK-47, pero confunden a Mozart con Lecuona y redactan con faltas de ortografía.
Desde luego, la talanquera de un sistema obsesionado con el control social y la planificación económica frena su desarrollo. Incluso en aquella etapa, cuando el petróleo, los cañones y las latas de carne rusa llegaban por montones desde el Cáucaso, el fraude académico en la educación cubana era un estilo de vida.
El Estado verde olivo, en su intento de demostrar la supremacía de su ideología, otorgó licencia a los maestros para que hicieran la vista gorda y promovieran a todos los alumnos.
“En las décadas 1970-1980, incluso en la actualidad, un profesor que no promoviera a más del 95 % de sus alumnos era mal visto. Lo políticamente correcto era que el 100 % de los estudiantes pasaran de grado. Y casi todos con notas de sobresaliente. Ese monstruo creció. Tapábamos las deficiencias sin rigor académico. Te confieso que ya no recuerdo las veces que entré al aula durante un examen y le soplé todo el contenido a mis alumnos. Esas aguas han traído estos lodos”, cuenta Ricardo, antiguo profesor de geografía reconvertido en taxista particular.
Ya a fines de los noventa, la educación pública tenía un déficit de 25 mil maestros. Fidel Castro apostó por lo que mejor sabe hacer: improvisar. Con urgencia enroló a miles de jóvenes desocupados.
Eran cursos exprés y chapuceros. A estos profesores emergentes los cubanos les denominan “maestros instantáneos”. “Yo di un salto tremendo. De estar bebiendo ron en la esquina del barrio a maestro en una secundaria. El milagro duró dos años. Con los 20 dólares mensuales que ganaba no podía salir con mi novia. Dejé la escuela y volví a lo mío, vender pacotilla en la calle y dormir hasta el mediodía”, expone Yasmani, ex maestro emergente.
La ministra de Educación Edna Elsa Velázquez intenta salvar los muebles. Desde hace un par de años ha puesto énfasis en elevar la calidad de la educación primaria, secundaria y preuniversitaria. Se han recortado los turnos de clases y crece el rigor en las calificaciones. Aunque el fraude académico parece endémico: en muchas escuelas la venta de exámenes es un negocio.
Pero en el fondo de armario del sistema de enseñanza hay poco donde escoger. Queda el menudeo. Profesores mediocres y sin vocación. Migdalia lleva seis años pagando a una maestra repasadora para mejorar la instrucción de su hija que comienza la secundaria en el curso escolar que el 1 de septiembre se inaugura en todo el país.
“Es terrible la mala calidad de la enseñanza. Le pagaba diez pesos convertibles a una profesora para que le repasara doce días al mes a mi hija. Ahora en la secundaria tengo que pagar un peso convertible por cada repaso”, dice Migdalia.
Rosa, directora de una escuela primaria, compensa su salario impartiendo clases a niños menores de 11 años. “Es ilegal. Pero es la única manera que tengo de ganar un dinero extra”. Y confiesa que suele buscarse unos 100 cuc mensuales, seis veces su salario oficial.
En la era de la informatización, las escuelas cubanas, hasta nivel preuniversitario, no tienen conexión a internet y las computadoras son de segunda generación. “Qué podemos esperar de los profesionales cubanos del futuro si muchos de ellos jamás se han conectado a internet”, señala Roger, maestro de segundo grado.
Según el Banco Mundial, en 2010 el Gobierno cubano dedicó el 12,8 % del PIB a la educación. Pero las transformaciones no acaban de llegar al sistema nacional de enseñanza.
Por eso, muchos jóvenes apuestan por cursar estudios universitarios en el extranjero. Los más optimistas señalan que, al menos en Cuba, todos saben leer. Y eso les sirve de consuelo.