Por: Jorge Altamira
El protagonismo intenso de Hugo Chávez desde su primera aparición en el escenario político vela en muchos casos la naturaleza histórica de la experiencia que encabezó. Nos referimos al nacionalismo popular latinoamericano de cuño militar. Fueron exponentes de ello Perón, y el boliviano Juan José Torres y el peruano Velazco Alvarado a finales de los 60. No puede olvidarse tampoco el rol del mexicano Lázaro Cárdenas, en México, en las postrimerías de los años 30, aunque en este caso como representante de un partido, el PRI, en la tradición de la revolución de 1910.
La agenda de la mayor parte de ellos fue la nacionalización del petróleo, aunque Velazco estatizó las grandes haciendas de la costa peruana y Perón desarrolló una amplia estatización de servicios públicos e incluso del comercio exterior. El sentido histórico de estos movimientos ha sido ampliar el campo de desarrollo del Estado nacional. Cuando la penetración económica del capital extranjero alcanzó sus propios límites y entró en crisis con las posibilidades nacionales ulteriores de los países, emergieron en cada ocasión movimientos nacionales, que en distintos casos fueron desencadenados por el ejército.
Este contexto ayuda a entender los límites históricos de estos movimientos, que no pretenden superar el capitalismo; buscan, al contrario, desbloquear su desarrollo, en especial mediante una intervención excepcional del Estado. Todos se han revestido de un carácter socialista, pero se trata solamente de la enunciación de un socialismo distributivo, no de la transformación socialista de las relaciones de producción existente. Es común al nacionalismo combatir la diferenciación política entre las clases, a las que pretende englobar en un “proyecto nacional”. La clase obrera debe ocupar en este esquema un lugar subordinado, bajo la tutela del Estado, controlada por una burocracia sindical.
El balance que ha dejado la historia es que los movimientos nacionales han fracasado en conquistar una efectiva autonomía nacional, pero es incuestionablemente que dejaron un campo más amplio para el desarrollo del capitalismo, no solamente el nacional sino también el extranjero.
El chavismo forma parte de este fenómeno histórico, lo cual no disminuye la jerarquía de su singularidad. Emerge en el marco de una gran crisis mundial, no solamente Venezuela, que se manifiesta en el arrasamiento de la protección del desarrollo nacional por parte del llamado neoliberalismo. Se fusiona desde la cuna con las masas empobrecidas, en este caso cuando la sublevación militar de 1992 esgrime el repudio a la inmensa represión con que el gobierno de turno castigó el Caracazo y consigue como consecuencia un gran apoyo popular. El llamado ‘golpe’ alimenta la ilusión de que las armas del país podían ponerse al servicio del pueblo. En ese momento comienza el ascenso plebiscitario de Chávez, que se reforzará con la resistencia popular al golpe derechista de abril de 2002 y al sabotaje petrolero de finales de ese año. El chavismo se incrusta en la experiencia viva de un pueblo.
El eje del nacionalismo chavista descansa en el rescate de PDVSA, la empresa estatal de petróleo, cuyo capital estaba siendo transferido a las bolsas extranjeras, como Menem y Kirchner lo intentaron a principios de los 90 cuando convirtieron a YPF en sociedad anónima. La disparada de los precios del combustible posibilitará una redistribución de ingresos mediante variados programas sociales, pero también una serie de nacionalizaciones que serán pagadas generosamente, lo cual es una forma de descapitalización del país. En el caso del Banco Santander, se realizó por necesidades de este grupo, acosado por la crisis financiera internacional.
En otro plano, el chavismo estatiza el movimiento sindical, que bajo el impulso inicial del nacionalismo había cobrado cierta independencia, y establecido un régimen de arbitraje obligatorio. Como ocurriera con todos sus antecedentes históricos, el empeño del chavismo ha sido impedir una evolución política independiente de la clase obrera.
Los límites de esta política se manifiestan en la falta de industrialización del país, en la dependencia creciente de la renta petrolera y en la desorganización económica. El propio distribucionismo ha entrado en crisis, como consecuencia de los problemas cada vez mayores de PDVSA. La muerte de Chávez traslada la tarea del ‘ajuste’ (devaluaciones) a sus sucesores, que carecen para ello de la autoridad del líder. Esta muerte abre una crisis en los métodos de poder, en momentos en que el nacionalismo económico de cuño capitalista desnuda sus limitaciones. La nueva situación política devuelve la función de arbitraje a las fuerzas armadas, en el marco de una intensa convulsión de las masas del chavismo.
La izquierda ha vivido a la sombra del chavismo. No aparece como una alternativa política. Tiene el desafío ahora de discutir la nueva situación que crea la desaparición de Chávez y el agotamiento del proyecto nacionalista, para ofrecer una posibilidad superadora.