Por: Jorge Castañeda
Ya sabemos que Hugo Chávez no será juramentado hoy 10 de enero como presidente de Venezuela; ya que por un lado sus médicos han dicho que no está en condiciones de hacerlo, y por el otro lado el Tribunal Supremo de ese país resolvió que no es necesario el juramento formal ante la Asamblea Nacional, Chávez era y sigue siendo Presidente, y el juramento puede hacerse posteriormente ante el mismo tribunal. Cada quien puede pensar lo que quiera, pero así es. También sabemos que por lo pronto Chávez no va a renunciar, provocando la celebración de nuevas elecciones en el transcurso de los siguientes 30 días. Y sabemos que si bien su estado de salud es muy grave, sólo sería inminente su fallecimiento por decisión de la familia. Todo lo demás son suposiciones, es decir, lo más divertido.
Una posible explicación de la extrañísima paradoja recién surgida en Caracas consiste en un fenómeno casi psicoanalítico. Me explico: los chavistas, es decir, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, apoyados por el segundo nivel de gobierno y del poder, se sienten seguros de arrasar en una elección convocada después del deceso de Chávez o su inhabilitación voluntaria para ejercerla Presidencia. La oposición, encabezada todavía por Henrique Capriles, parece pensar lo mismo: iría al matadero electoral de celebrarse comicios nuevos. Por tanto, la oposición está actuando lógica aunque no muy valientemente al no presionar para que se convoquen elecciones; pero la postura chavista se antoja contradictoria: si van a ganar y saben que Chávez ya no se recupera, ¿por qué al mal (buen) paso no darle prisa? Pues, como dirían Freud y Lacan, porque matar al padre es un asunto muy complicado. Chávez, para ellos y para sus partidarios, no es un simple Presidente, un simple comandante, un simple mandatario, sino junto con Bolívar, una figura paterna con todas sus implicaciones. Y si los clásicos del psicoanálisis hablaban de matar al padre en un sentido afectivo o analítico, en este caso se trata de algo mucho más literal: una decisión política de desconectar a alguien que muy probablemente está en una situación de vida asistida. No sé si sea la mejor manera de tomar estas decisiones, ni si por este camino se avance en la solución de los inmensos retos económicos, sociales y de violencia que enfrenta Venezuela. Pero no descarto que éste sea el sentimiento del núcleo duro chavista y de la familia cercana.
La segunda especulación vuelve ociosa o secundaria la primera. Me extraña, debo confesarlo, que a los soberanistas mexicanos a ultranza no les resulte incómodo que las principales decisiones sobre la Presidencia de un país, sus procedimientos jurídicos, ejecutivos, y hasta legislativos, se tomen en otro país, donde agoniza en secreto un Presidente, adonde acuden a reuniones de trabajo varias veces al día el vicepresidente, presidente dela Asamblea, ministro de Información, procuradora general de la República, gobernadores, militares, etcétera, en pocas palabras, toda la nomenclatura, pero no sólo ellos: también los padres, los hermanos y las hijas del jefe de Estado. No quisiera ni imaginar qué pasaría si algo por el estilo sucediera entre México y otro país, que por lo menos tendría la ventaja de ser más grande, más rico y más moderno. Ser protectorado de una potencia no es muy sano que digamos. Serlo de una isla empobrecida y envejecida con menos de la mitad de habitantes que el país propio, resulta aberrante. Algún día alguien tendrá que explicar cómo el rumbo futuro de una Venezuela repleta de reservas petroleras, con casi 30 millones de habitantes y una sociedad civil vibrante y organizada, se resolvió bajo las órdenes de un señor de nombre Ramiro Valdés Menéndez, de 80 años de edad, durante años jefe de la represión de La Habana, que llegó a México en 1955 y partió a Cuba en el Granma acompañando a Fidel y Raúl Castro y al Che Guevara: hace más de medio siglo. Una cosa es Juan Valdez en Colombia; otra muy distinta Ramiro Valdés en Venezuela.