Por: Jorge Castañeda
En los últimos días se ha iniciado de manera balbuceante y atropellada una necesaria discusión sobre la evolución de la violencia en México en los primeros meses del sexenio de Peña Nieto. El gobierno ha sugerido que ya empezó a descender el número de muertos en los primeros cuatro meses de la administración. Aquellos medios que reanudaron su recuento dan a entender más bien lo contrario: que el número de ejecuciones diarias y semanales durante este cuatrimestre permanece más o menos idéntico al del periodo equivalente de 2012, o a los últimos cuatro meses del gobierno de Felipe Calderón corrigiendo las variaciones estacionales. En realidad no tendremos durante algún tiempo una fuente absolutamente confiable para comparar los datos de este sexenio con el anterior, porque no queda claro si se están contando las cosas de la misma manera; y los medios seguirán siendo probablemente el mejor indicador, pero con las inevitables intersecciones debido a la escasez de recursos disponibles para este propósito.
Lo importante, sin embargo, no debería ser si han caído o no los niveles de violencia medidos ya sea por homicidios dolosos en general, por homicidios directamente vinculados al crimen organizado y/o a la guerra contra las drogas. Lo interesante sería un simple silogismo que de comprobarse resultaría irrefutable. Para quienes siempre hemos pensado desde el principio del sexenio de Calderón que la declaración de guerra fue la que elevó la violencia y no al revés, resulta evidente que si se suspende la guerra, disminuirá la violencia. A la inversa, si sigue la guerra, seguirá la violencia, a menos de que se piense, como algunos lo han insinuado, y quizás tengan razón, que la violencia empezó a caer porque se ganó la guerra.
Ahora bien, si nos colocamos en la primera hipótesis y partimos de la tesis de que si se acaba la guerra disminuirá la violencia, bastaría saber si la guerra está terminando para poder predecir con cierta certeza si va a disminuir la violencia, y en particular el número de muertes, que es el mejor indicador que se tiene al respecto y por supuesto el más dañino para la sociedad.
¿Qué sabemos? En primer lugar, de acuerdo con un artículo del diario Reforma el 21 de abril donde aparecen las cifras entregadas por la Sedena al público vía Transparencia, ha disminuido en 36% del número de sus efectivos desplegados en la lucha contra el crimen organizado. Pasaron de prácticamente 50 mil elementos en promedio mensual en 2010 y 2011, a 32 mil en el primer cuatrimestre de este año en lo que se refiere al Ejército, y con reducciones en lo referente a la Armada y la Policía Federal. Sabemos por conversaciones que yo mismo, colegas y coautores míos hemos sostenido por lo menos con cuatro gobernadores -tres de ellos priistas- que efectivamente, el Ejército está desmontando retenes en las carreteras, retirándose a los cuarteles cercanos a las ciudades pero ya no patrullando vías y pueblos y está concentrando su actividad, así como la de la Marina y de la Policía Federal, en golpear al grupo más violento de cada entidad, sea cual fuere éste.
Se trata un poco de la estrategia sugerida por Mark Kleiman en un artículo de Foreign Affairs publicado hace casi dos años. Sabemos también que en algunos estados con rutas sin peligro inminente, las autoridades están dejando pasar la ”merca’’ camino a Estados Unidos.
Se entiende que el gobierno de EPN no lo diga. A diferencia de Felipe Calderón donde cacarear todo era una parte intrínseca y necesaria del esquema, si EPN ha escogido esta otra estrategia, lo importante es quedarse callado, no para que se hable menos de la violencia, sino para no ventanear una estrategia en mi opinión correcta pero inconfesable.
¿Inconfesable ante quién? Ante mucha gente, pero sobre todo ante el visitante de lujo que recibirá la semana que entra en la residencia Miguel Alemán nuevamente acondicionada: Barack Obama. Porque esta estrategia es públicamente inaceptable para Obama, aunque comparta la idea que yace detrás de ella.