Por: Jorge Castañeda
No sé si la llamada Reforma Energética sea la madre de todas las reformas. Sí creo que ha adquirido una complejidad política, financiera, técnica y cronológica que no revestía hace algunos meses. Trataré de exponer rápidamente cada elemento de esta complejidad, a sabiendas de que ya son muy conocidos y que no hay mucho nuevo que aportar.
Primero el cronograma. No sé muy bien cuándo hubiera querido sacar el gobierno su reforma. Pero es evidente que si no se consuma esta faena legislativa antes de fin de año, habrá consecuencias serias para el régimen y la situación de México en los mercados. En el fondo nadie le exigía a Enrique Peña Nieto que sacara estas reformas con gran celeridad, pero en la medida en que él decidió plantearlas en dichos términos, ahora tiene que cumplir con las expectativas creadas, o pagar los costos de incumplir.
Las consecuencias financieras ya son conocidas, en un mercado de vendedores, con una economía en plena expansión, con un gobierno de facto mayoritario por sus alianzas por medio del Pacto por México, una reforma light, que únicamente contemplara utilidades compartidas, podría haber sido una buena opción suficiente para contribuir a un ambiente ya existente de optimismo y disposición de los mercados a invertir. En un mercado más bien de compradores, o donde gracias a la revolución del shale gas y shale oil en Estados Unidos principalmente, la capacidad de producción mexicana es más limitada, y cuando la economía mexicana se encuentra virtualmente en recesión, y el Pacto por México está, en el mejor de los casos, desdibujado, la Reforma Energética se ve como la piedra de toque del éxito del gobierno. No es que las inversiones lleguen al sector energético de la noche a la mañana. El problema es otro: se esperaba que gracias al entusiasmo en los mercados se desataría un auge de inversión en toda la economía mexicana impulsada por la Reforma Energética, mas no limitada al tema.
Aquí viene el ingrediente técnico o energético.
Si resulta cierto el reportaje de The Wall Street Journal de la semana pasada, filtrado probablemente por algún panista contrario a la reforma planteada inicialmente, el gobierno habrá reconocido que su primera reforma no caminó, es decir, no fue suficiente para atraer a los mercados. Y tampoco atrajo a la izquierda: obviamente no a Andrés Manuel López Obrador pero tampoco a Cuauhtémoc, Ebrard, el PRD en el Senado y en la Cámara, ni si quiera a Mancera. De ahí que ahora se plantee la necesidad de ir más allá de las utilidades compartidas e incluir tanto producción compartida, como concesiones denominadas licencias, que es lo mismo con un nombre distinto. Esa reforma (que se parece mucho a la que el PAN deseaba), en mi opinión, es preferible a la que planteó el gobierno al principio. Pero no es la misma: implica reformar la reforma y de alguna manera darle la razón a AMLO y a Cárdenas cuando advirtieron que el gobierno tenía una agenda escondida.
Y aquí interviene el ingrediente político. En el fondo es la parte más compleja del asunto. Se sabe que el gobierno está en manos del PAN en esta materia. Se sabe que el PAN quiere a cambio una reforma “político electoral”. Se sabe que hay cierto margen de negociación para definir exactamente qué significa una reforma “político electoral”. Se sabe que la reelección de diputados, senadores y presidentes municipales es una condición sine qua non del PAN. Se sabe que el PRI no quiere aceptar la segunda vuelta. Y se sabe que el INE, la legislación secundaria, las candidaturas independientes, referéndum, la iniciativa popular, etcétera, son negociables pero no prescindibles para el PAN. En teoría todo esto tiene solución.
La gran pregunta es, en vista de que todo esto se sabía desde hace varios meses, ¿por qué no ha sucedido? Quizás todos prefirieron esperar hasta el final. Tal vez todos se hacían ilusiones: el PRI se jalaría a Cuauhtémoc; el PAN obtendría la segunda vuelta; el PRD podría impedir una reforma constitucional. Parece ser que ninguna de estas esperanzas se cumplió. Se acerca el momento de definiciones.