Por: Jorge Castañeda
Se cumplieron 50 años del asesinato de Kennedy. Como es lógico, en un país que no recuerda su historia antigua inexistente, pero evoca a cada rato recuerdos más recientes, han proliferado los programas especiales, los libros y los ensayos sobre aquellos acontecimientos ya lejanos. Nada demasiado nuevo ha surgido, salvo quizás dos o tres enfoques diferentes sobre el magnicidio de Dallas.
El primero lo resumió bien el académico Larry Sabato en su nuevo libro, después de haber utilizado tecnología del siglo XXI para escudriñar audios, videos y documentos delegados del siglo XX. Concluye que Oswald actuó solo, pero que nunca sabremos si fue inducido por alguien o si procedió por su cuenta. En el espacio de esa duda se insertan varios libros más, empezando por el recién publicado JFK: caso abierto, de Philip Shenon; el prólogo a la edición de bolsillo de Brian Latell, Los secretos de Castro; y uno de hace cinco años, de Jefferson Morley, Nuestro hombre en México. Winston Scott y la historia oculta de la CIA. Estos tres textos se centran en múltiples interrogantes abiertas por la investigación tanto de la Comisión Warren como del Comité Selecto sobre Asesinatos del Congreso norteamericano de 1979.
En términos muy resumidos, las preguntas son las siguientes: ¿qué hizo Oswald durante los 10 días que permaneció en el DF en septiembre y octubre de 1963? ¿Sólo acudió tres veces a la embajada de Cuba en Tacubaya para solicitar una visa, o tuvo contacto con los servicios de inteligencia cubana (de nacionalidad mexicana o cubana)? ¿Sus contactos tuvieron lugar sólo en la embajada (la vieja versión de Elena Garro)? ¿Qué tanto informaron los agentes de inteligencia cubanos en México, y en particular, el cónsul Ascué y la oficial de la DGI, Luisa Calderón, a La Habana sobre la presencia de Oswald y sus supuestas exclamaciones al negársele la visa y decir “ya verán, voy a matar a Kennedy”? ¿Por qué la estación de la CIA en México, encabezada por Win Scott, y la del FBI, dirigida por Clark Anderson, no compartieron información entre ellos ni con el embajador Thomas Mann ni con sus superiores en Washington? ¿Por qué Mann fue relevado de su cargo y nombrado subsecretario de Estado para América Latina apenas 10 días después del asesinato de Kennedy? ¿Sólo porque el flamante presidente Johnson lo quería tener cerca? ¿Por qué la DFS se adelantó a la CIA y al FBI e interrogó primero a Silvia Durán, la colaboradora mexicana de los cubanos, y que atendió a Oswald en la embajada?
Ahora bien, todas estas preguntas, para las cuales existen respuestas ya sea perfectamente corroboradas, o que dejan lugar a muchas dudas, se vinculan a otras de estos mismos hechos, pero sobre acontecimientos en Washington. ¿Por qué Johnson creyó hasta su muerte que “los hermanos Kennedy quisieron acabar con Castro, pero Castro acabó con ellos primero”? ¿Por qué ni la CIA ni el FBI ni Robert Kennedy le informaron a la Comisión Warren de los repetidos intentos de asesinato a Fidel Castro por la CIA? ¿Por qué no aparece en toda la documentación entregada a la Comisión ninguna referencia a la decena de atentados llevados a cabo contra Castro antes de la muerte de Kennedy? ¿Por qué se dejó en manos de Allen Dulles, el ex director de la CIA, despedido por el fiasco de Playa Girón, informar o no de manera personal y no documentada al ministro Earl Warren, presidente de la Comisión, de dichos atentados, su momento y su fracaso?
Si bien los investigadores norteamericanos, tanto en 1964 como en 1976-1979, pudieron hablar con varios funcionarios cubanos, incluyendo a Fidel, nunca interrogaron a Luisa Calderón, ni tuvieron acceso a los archivos del Ministerio de Relaciones cubano o de la DGI para saber qué cables envió la embajada en México a La Habana cuando Oswald se presentó en Tacubaya. Es la única información que falta. La pregunta es si se debe a que no existe, es decir, no hay archivos y Luisa Calderón ya murió, o porque hay algo que alguien no quiere que se sepa.