Por: Jorge Castañeda
En las últimas semanas el gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN) ha logrado éxitos innegables, profundizado en la transformación del país. Con independencia de las implicaciones a largo plazo en materia de violencia e inseguridad, haber capturado a El Chapo, abatido a El Chayo, domesticado a las autodefensas en Michoacán, y estabilizar (no estoy tan seguro de lo apropiado del verbo disminuir) las ejecuciones, los secuestros y la extorsión, son logros indiscutibles. Asimismo, las decisiones recientes del Ifetel, más allá de las consecuencias a mediano y largo plazos que entrañan para los monopolios de telecomunicaciones, son pasos en la dirección correcta. El lento, pero parece que continuo, avance de las disposiciones secundarias en materia de reforma política, energética y educativa puede también verse como parte de esta buena gestión gubernamental.
Entonces, ¿por qué las rigideces tan severas en materia de encuestas y de desempeño de la economía en su conjunto? Hay algo aquí que conviene analizar aunque sólo sea de manera preliminar, entendiendo que no llevamos ni medio sexenio de EPN pero tampoco sólo unos meses. Empecemos por las encuestas.
Leo Zuckermann ya lo ha explicado en su columna. Los últimos números de EPN no sólo siguen siendo malos, sino que han caído por debajo de sus niveles anteriores. Tanto en aprobación como en calificación y en desempeño por distintos quehaceres gubernamentales, las cifras se mantienen cerca de donde se encontraban al principio del sexenio, y análogas al techo de simpatías priístas en el país, que desde hace 17 años no rebasa el 40% de los mexicanos. Obviamente hay muchas explicaciones de este fenómeno, y la más importante es la económica, pero también el marcado perfil priísta del peñismo. Entre más se acerque EPN al PRI, más se gana la antipatía de los antipriístas, que no lo juzgan como presidente: lo malquieren por priísta.
La misma rigidez se observa en el comportamiento de la economía. En la toma de posesión, se pronosticaba un sólido crecimiento para 2013; conforme transcurrió el año, las estimaciones se redujeron y proliferaron las explicaciones: la debilidad de la recuperación en Estados Unidos, el insuficiente gasto público, la crisis de la industria de la construcción, entre otras. Hacia el último trimestre de 2013, de nuevo brilló la esperanza: ahora sí vamos a crecer, se terminó el subejercicio del gasto público, va a llegar la inversión extranjera y se van a reponer las vivienderas. Al acercarnos al final del primer trimestre del segundo año, nada de eso ha sucedido. Las cifras siguen malas. ¿Qué tan malas? No lo sabemos todavía, más que por indicadores adelantados, como las ventas de Walmart, la creación de nuevos empleos, los datos que el propio gobierno ha entregado de inversión extranjera directa (restando la venta de modelo del año pasado) y el prolongado letargo del crecimiento económico norteamericano. Esto puede cambiar, pero por ahora no se vislumbra un crecimiento este año ni siquiera de 3%; algunos pronósticos sugieren una tasa más cercana al 2.5%. Si esto sucede, el primer tercio del sexenio de EPN habrá tenido un crecimiento anual promedio de menos de 2%.
¿Qué pasa? Difícil saberlo a ciencia cierta, más que si repetimos los lugares comunes, innegables pero insuficientes: la violencia y la inseguridad, la baja productividad mexicana, la magra inversión pública, una relativa huelga de inversión del sector privado, la falta de confianza del empresariado nacional e internacional ante un futuro incierto. De la misma manera que puede haber una especie de tope estructural en lo tocante a la simpatía priísta en México, es muy probable que nos encontremos hoy, ya después de 20 años del TLCAN, de 8 años priístas y 12 panistas, de un entorno internacional favorable -1994 a 2000- y desfavorable -crisis 2008- ante un techo estructural del crecimiento mexicano. EPN y su equipo han apostado que las reformas bastarán para demolerlo. Es posible. Pero el puro anuncio de las reformas ni siquiera lo astilló.