Todavía estamos a tiempo

Jorge Vanossi

El autodenominado “neopopulismo” no es otra cosa que un revival del ya suficientemente conocido -y sufrido- “populismo”. Aparece contemporáneamente en una versión más exacerbada que edulcorada; y en algunas situaciones concretas, su también predicada “radicalización” adquiere los bemoles de un paroxismo, en especial cuando se trata del desapego hacia las instituciones propias de un Estado constitucional de Derecho.

Al producir una tropicalización de la vida política, en manos de pretendidas líderes “carismáticos”, luego del espejismo inicial y de su relato preambular, la imagen que ofrece guarda semejanza con la comparación que luce entre una edición encuadernada (que sería el clásico “populismo”) y otra edición, pero “en rústica” (que así se presenta el neopopulismo “a la criolla”). Pero en ambas versiones los resultados son equivalentes: el fracaso. El tiempo que media entre su instalación y el ocaso, puede variar según los anticuerpos con que cuente la sociedad en la cual “prende” esa dolencia, pero el agotamiento de sus posibilidades de arraigo y expansión -que le son absolutamente necesarias- conduce a un desenlace cuyas formas y alcances de consumación son impredecibles. Por lo general, los populismos y neopopulismos hacen implosión, previo intento de golpe “desde” el Estado (o autogolpe) cuando presienten la retirada del favor popular. Necesitan “fueros” protectores y le temen al escarmiento.

Los daños causados por su estadía en el poder suelen ser cuantiosos; y el de mayor efecto nocivo es el deterioro en la vigencia de los valores y en la salud de la cultura de la Nación. Su reparación insume no solo el desarme de la maquinaria gubernamental opresiva montada, sino también la recuperación del orden de las conductas y comportamientos de un pueblo al que sistemáticamente le fueron melladas las virtudes ciudadanas. Es a causa de esa demolición de los hábitos republicanos que puede afirmarse dónde radica la mayor peligrosidad de los ensayos populistas: en su inescrupulosidad metodológica más que en su contagio o contaminación ideológica, toda vez que cuando de esta última se trata, un raudo pragmatismo oportunista impulsa los bruscos cambios “doctrinarios” de sus medidas de gobierno con total desprejuicio en el tránsito de la ortodoxia a la heterodoxia e inversamente, cuantas veces sea necesario para extender su permanencia en el manejo del Estado.

La política del “día a día” es el programa permanente, aunque sea menester asumir el precio de los mayores costos, pues la posesión y el ensanche del poder ostentado y detentado es un fin en sí mismo; y -para los populismos- está claro que el fin justifica los medios (sic). Junto a ello, además del decaimiento de la fe en el Derecho, se abre paso a la corrupción en sus más diversas variantes, predominando el enriquecimiento ilícito de los que deciden y el soborno que practican los sujetos pasivos de esa degeneración ética de la función pública que se intensifica y generaliza acentuadamente (por aquello de “que el hambre viene o aumenta comiendo”).

Los pasos siguientes a la amplificación de los ámbitos donde reina la anomia y fracasan los controles (porque son “más de lo mismo”) sobreviene un clima de rampante impunidad, que acelera la extinción de los mecanismos de responsabilidad -insoslayables en una forma republicana de gobierno-, con lo que el descreimiento reemplaza a la confiabilidad. Al llegar a ese punto, se asiste a los síntomas anarquizantes: todos contra todos. Dividir para reinar. No se visualizan alternativas dotadas de viabilidad y en condiciones de andamiento. Es el tiempo de re-vivificar la vigencia constitucional, para que la Ley Suprema ponga contención a la “ley de la selva”; a fin de que sean las reglas del juego las que parapeten el torrente de los caprichos intemperantes de la soberbia, el desborde y la arbitrariedad de los que no conocen ni reconocen los límites. Y es acá donde vienen a cuento las palabras que en señera advertencia estampara la Corte Suprema: “fuera de la Constitución sólo cabe esperar la anarquía o la tiranía” (caso “Arjones”).

De mi modesta cosecha puedo añadir: la primera -la anarquía- suele poner la semilla de la segunda -la tiranía-. Así lo demuestra la experiencia histórica, interior y exterior. Varias décadas de dolores y frustraciones fueron tenidas en cuenta por los constituyentes de 1853 cuando incluyeron el Artículo 29, que completó así el trípode “principista” que acompaña desde entonces a los enunciados fundamentales de los Artículos 1º y 22 del paladium de las libertades. O sea, que la impronta de la supremacía constitucional establece la forma representativa, republicana y federal de gobierno; declara actos de sedición a las puebladas y a las asonadas armadas; y condena como “infames traidores a la patria” a quienes formulen, consientan o firmen “facultades extraordinarias” o “la suma del poder público”. El gobierno legítimo es el de los representantes y autoridades creadas por la Constitución; no lo es al de los grupos ni las facciones que pretenden sobreponer los intereses sectoriales al de la Nación en su conjunto. Atribuirse los derechos del pueblo suele ser el pretexto mesiánico de los que se creen “iluminados” como si fueran ungidos para proclamar por sí y ante la masa una “nueva justicia” acompañada del reparto ad infinitum de bienes y beneficios sin el cuidado de la simultánea generación de más producción y más ocupación. El populismo prebendario y seudo-asistencialista siempre conduce demagógicamente a la pobreza por la vía del abandono cultural de la triada compuesta por trabajo, más ahorro, más inversión productiva. Son enseñanzas de la historia…

No puede -de ninguna manera- sostenerse la aviesa acusación de que el “populismo” en sus variopintas manifestaciones haya sido una derivación del liberalismo o del individualismo: es un disparate. En todas partes, el “populismo” fue y es una degeneración en clima de desesperación de la sociedad de masas, cuya patología va acompañada por la consagración de regímenes autoritarios, verdaderos “despotismos no ilustrados” (como lo vengo afirmando doctrinariamente) que se caracterizan por la demagogia y la elucubración de postulados que hacen suyos los liderazgos unipersonales y antipluralistas que tratan de prescindir del rol de los partidos políticos para reemplazarlos en la competencia eleccionaria por “espacios” donde se dirima la “lucha” excluyente de amigos contra “enemigos” (puro pensamientos schmitiano…).

En síntesis: El populismo es el resultado de la demagogia, que todo lo corrompe. La tentación populista es un veneno letal. Coincido con Carlos Floria: “El populismo no constituye por sí mismo ni una teoría política ni un programa económico. Sin embargo, suele convertirse en una coartada para autoritarismos disfrazados” (Conf., “La incierta ilusión populista”, en La Nación, 25/6/2011). En rigor, el populismo -y el autodenominado “neo populismo”- es “el pabellón que cubre la mercadería” en esta cruzada contra las instituciones y el pluralismo; y antes que una definición ideológica constituye una metodología que se guía por el rayo exterminador (sic) de “que el fin siempre justifica los medios”.

Si observamos la realidad de algunos países latinoamericanos sumidos en el anti-republicanismo, nos preguntamos -y respondemos- ¿qué surge del análisis del cuadro institucional en el tramo inicial de la segunda década del siglo XXI? Al respecto, estimamos que:

• La crisis constitucional no se detiene: sus “treguas” son meros suspiros.

• Los “ideales” constitucionales padecen el virus de su desnaturalización.

• El orden constitucional se mimetiza con la retórica política.

No pretendemos emularlo a Krauze, pero debemos añadir algunas de las notas características de los populismos que conocemos, que más cerca hemos visualizado:

1)Es a-ideológico. Puede tener una ideología de extrema izquierda o extrema derecha, cambiarla de la noche a la mañana y hacer “travestismo” en cualquier momento.

2) Es pro-carismático.

3) Es pro-caudillesco.

4) Es no programático. Nunca hay planes a largo plazo, plazos creíbles, viables, que tengan andamientos y, por lo general, busca lo que la coyuntura pueda redituar. No reconoce “anclaje” en el pasado ni vislumbra el impulso de una “futuridad” asequible.

5) Es persecutorio, “prepeador” y pendenciero.

6) Es autoritario, fuertemente autoritario. Por lo menos así lo hemos conocido y lo conocemos. Hay pueblos que sufren una prolongada tradición de padecimiento de esa fiebre contagiosa.

7) Es decisionista y voluntarista.

8) Tiene un gran desdén institucional. “Culto al coraje, desprecio a la ley”, decía Juan Agustín García. Se quedó corto, pues desde 1900 hasta hoy la tendencia no se ha revertido sino acentuado.

9) Es demagógico. “Pan y circo”. Como dicen los italianos refiriéndose a los populismos que ellos conocieron: “festa, farina e forza”. Festa que sería circo; farina que es el pan, la harina; y forza que es la fuerza, el autoritarismo.

10)Es manipulador de masas o grupos.

11) Tiene un gran desparpajo, que lo exhibe, desembozadamente. Es desinhibido en el discurso o en la acción.

12) Es divisionista de la sociedad. Busca enfrentar, fomenta crear el odio, va contra la “paz interior” a la que enuncia como valor el Preámbulo de la Constitución.

13) Y por lo general, además de ser paternalista es extorsionador de los grupos o de las multitudes en general.

14) Es “movimientista”. Prefiere la argamasa antes que las formas y los procedimientos preestablecidos.

Hay algunos autores del mundo anglosajón que hablan de un “Populismo gótico”, es decir, un populismo que toma esa denominación del “Gótico americano”, que es un cuadro pintado por Grant Wood en 1930, al que un autor que se ocupa de este tema, Lukacs, remite como imagen de una pareja de agricultores, inspirada en el renacimiento flamenco, y que pretendía esa pintura de Wood exaltar el nacionalismo, exaltar lo común del volkgeist, como dirían los alemanes, del “espíritu del pueblo”: es decir, una imagen primaria, pero colocada por encima de lo que es la cultura universal o de la cultura en los términos que trasciendan la realidad telúrica y atávica.

Los autores no se ponen de acuerdo en si el populismo es un fenómeno exclusivamente de los países subdesarrollados. Algunos sostienen que el populismo es un fenómeno propiamente latinoamericano; hay otros, en una amplia bibliografía al respecto, que la incluyen también en los países europeos, aunque quizás los confundan con los fenómenos propiamente totalitarios, como el de Mussolini o el de Hitler, o el del comunismo. Lo que sí es evidente, que del populismo se están apropiando los resabios del ultra izquierdismo en la actualidad, en Argentina y en parte de América latina. Ante ello, ¿qué?:

• Lo que corresponde hacer es poner a bordo de un “Arca de Noé”, los medios eficaces para la preservación de los principios basales.

• El criterio a seguir es claro y sencillo: rechazar el espejismo y las alucinaciones mesiánicas que contienen el engaño de suponer o hacer creer que puedan salvarse los derechos y sus garantías fuera de un régimen de Estado constitucional apoyado en una conciencia cívica del “ciudadano” y no del mero “súbdito” sometido a la obediencia del mandamás de turno.

• Solo habrá bienestar si se alcanzan el crecimiento y el desarrollo en un marco de efectiva vigencia de la seguridad personal, la seguridad jurídica, la seguridad social y la seguridad exterior.