Tres precisiones preliminares: la primera, el debate sobre la democratización del Poder Judicial es del todo necesario en la Argentina. Es una deuda de la democracia, que en su regreso en 1983 no encaró la reforma judicial pese a la indudable penetración que el autoritarismo de los usurpadores del poder político provocó en ese poder del Estado, sin duda, responsable también de innumerables violaciones a los derechos humanos. Se lo planteamos al doctor Alfonsín en la ciudad de Comodoro Rivadavia, en una reunión con asociaciones intermedias, entre éstas, el Colegio de Abogados, cuando él era aun precandidato a la presidencia de la Nación -dirimía por entonces la interna con el doctor De la Rúa- sobre la base de expresas recomendaciones de la FIA –Federación Interamericana de Abogados-. Dicha transformación fue igualmente ajena a la reforma de la Constitución de la Nación de 1994, más allá de la inclusión del Consejo de la Magistratura. La segunda, ese debate se dio plenamente en la Provincia del Chubut entre 1992 y 1994: en esa época alumbró allí una ley de reforma al modo de designación de jueces que generó encendidas intervenciones de diputados, algunos de los cuales llegaron a plantear la elección popular de los jueces (el 1º de octubre de 1992 se sancionó el proyecto de ley de mi autoría, ley 3760). En el ámbito de la Convención Constituyente, que integré, en 1994, se diseñó el primer Consejo de la Magistratura de base popular en Occidente -el pueblo elige consejeros-. La tercera, el examen que propongo, muy limitado aquí, desde luego, no tiene el propósito de investigar intenciones subyacentes: sólo intento un análisis desde el respecto de la Constitución y de la proyección en la administración de justicia.
I. Reforma al Consejo de la Magistratura
Estimo que deben diferenciarse dos aspectos cuando se habla de la participación popular en el ámbito del Poder Judicial. El primero de ellos, es su participación en el origen, esto es, en un sistema de selección y designación de jueces -que puede extenderse a otros funcionarios, como fiscales y defensores-. A esto denomino legitimidad de origen del Poder Judicial. El segundo aspecto es la participación del pueblo en la administración de justicia, a través del juicio por jurados. A esto llamo una administración de justicia democrática.
A esta altura es posible señalar que a los fines de la instalación democrática del Poder Judicial, de su legitimidad de origen, no existe un único modelo de nombramiento de los jueces. El sistema político -así lo denomino por el predominio de los otros dos poderes y por su recíproco control-, que estuvo en vigencia en Argentina y rige en otros países, no es necesariamente el responsable ni de los desvíos de los jueces ni de la ineficiencia de la administración de justicia. En un Estado de instituciones débiles, el Poder Judicial no puede ser una excepción. Las continuas interrupciones democráticas han proyectado sin duda sus efectos más negativos en él.
La reforma de 1994 se planteó el tema y allí alumbró el Consejo de la Magistratura que no ha dado los frutos esperados. Hoy se plantea, desde sectores políticos especialmente, un modelo de elección popular. Soy de los que ha sostenido que el Consejo es una institución ajena a la cultura de la Constitución, traída de otra cultura jurídica y de otro ámbito político. Por añadidura, la Convención de Santa Fe-Paraná no alcanzó los consensos para “cerrar” la composición de dicho cuerpo. Ello ha auspiciado y auspicia debates que serán interminables con cada composición del Congreso.
Únicamente me referiré aquí a la propuesta de la elección popular de consejeros contenida en el proyecto de ley de modificación de la ley 24.937. En Chubut, lo he dicho, el pueblo elige consejeros en elecciones generales -cinco sobre 14, los otros de base corporativa-: ello, porque la Constitución lo ha previsto así. El Consejo nacional es de base únicamente corporativa: “El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matricula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley” (artículo 114, párrafo segundo, Constitución Nacional). Hay que hacer notar que habitualmente los legisladores que se designan son abogados, que se suman a los representantes de la magistratura, de la abogacía organizada, del Poder Ejecutivo y del ámbito académico y científico. No creo yo posible -constitucionalmente posible- que los consejeros que no provengan de los órganos políticos resultantes de la elección popular sean elegidos por el pueblo. El derecho comparado muestra modelos fuertemente corporativos, en que suelen predominar los de mayoría togada; parece muy lejos del pensamiento de los constituyentes de 1994 un modelo de base popular. Los representantes de las corporaciones deben elegirse por éstas. La propuesta requiere, según creo, una reforma constitucional.
II. Cámaras de Casación
La idea de aliviar la carga de tareas de la Corte Suprema -que, especialmente a través del recurso por arbitrariedad de sentencia, se ha erigido en un tribunal de casación, como lo señaló hace ya tiempo Augusto Mario Morello- reconoce antiguos sostenedores. Se ha llegado a proponer una Corte o Tribunal de Casación con competencia para revisar también los fallos de última instancia recaídos en cada provincia. Fue idea de Rodolfo Rivarolla, por ejemplo, y hasta se ha presentado algún proyecto de ley en el Congreso. Me he pronunciado en contra de la constitucionalidad de tal órgano. Ahora, la propuesta del Ejecutivo sigue la línea de la Cámara Federal de Casación Penal, ésta, una instancia necesaria para revisar las condenas de los tribunales penales orales de instancia única, sin competencia en fallos de las provincias, por exigencias devenidas de las convenciones y pactos internacionales de derechos humanos. Hoy, la doctrina viene ampliando el criterio, extendiendo el derecho al recurso también al fuero civil o laboral. De modo que en principio, la idea no es incompatible con el bloque federal de constitucionalidad -Constitución (artículo 31) más pactos internacionales (artículo 75 inciso 22)-. Sin embargo, es posible advertir que se generaría una dilación muy pronunciada en los procesos, en contra de la idea de una mejor administración de justicia, si sólo se concreta esta reforma. Hay que ponerse a trabajar muy urgentemente en el rediseño de los procesos para agilizar las instancias de grado inferior, previendo instancias orales únicas con derecho al recurso.
III. Medidas cautelares contra el Estado
El derecho administrativo es hijo dilecto del derecho constitucional. No se trata de una disciplina, como ninguna otra, que pueda entenderse al margen de la Ley Fundamental. En una síntesis magnífica, el autor mexicano Diego Valadés ha enseñado que la Constitución regula cuatro relaciones con el poder: el derecho al poder, el derecho del poder, el derecho frente al poder y el control del poder. Las medidas cautelares -como todos los procesos urgentes en general- se relacionan con el derecho frente al poder -y esto son los derechos de las personas ante el poder estatal específicamente- y con el control del poder, cuando estamos en un litigio en que una de las partes es el Estado. Las leyes procesales son sólo instrumentales -lo ha dicho la Corte Suprema-, no tienen un fin en sí mismas y toda norma adjetiva, como las que procuran limitar las medidas cautelares, sólo pueden interpretarse y aplicarse con resguardo en primer lugar de las máximas garantías de los habitantes del país.
Conviene tener presente que “la razón de ser del fuero contencioso-administrativo finca en la ventaja de someter el conocimiento de estas causas a tribunales especializados en la materia, y esta especialización debe referirse al derecho objetivo, no al subjetivo”. (Gordillo). Asimismo, “en particular, al negarse que el Estado tenga una personalidad ‘soberana’ o de ‘imperio’ frente a los individuos, y al sostenerse que la única manifestación de soberanía en el derecho interno se encuentra en la Constitución que el pueblo se da, se somete la persona y la organización estatal al orden jurídico-constitucional, cualquiera sea el Poder que actúe. “No sólo estarán el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial sometidos a la ley, sino que también estará el legislador sometido a la Constitución, cuyos límites y principios no podrá violar ni alterar o desvirtuar (art. 28)” (Gordillo).
Es cierto que siempre se puso límites en favor del Estado. Así, la exigencia de agotar la instancia administrativa o el efecto sólo declarativo de las sentencias contra el Estado. Según es sabido, desde antiguo las constituciones provinciales -luego de sentar como principio que el Estado, como persona jurídica, puede ser demandado ante los jueces ordinarios sin contar con privilegio alguno en el juicio- previeron una cláusula conforme a la cual, si el Estado es condenado al pago de una deuda no puede ser ejecutado en la forma ordinaria ni embargadas sus rentas. Previsión que se extendió a las municipalidades. La Corte declaró varias veces inconstitucionales estas previsiones, que sin embargo se mantuvieron en el último ciclo constituyente provincial desde 1986 en adelante.
Sin poder detenerme más, culmino con este matiz que introdujo Bielsa en nota a un fallo de la Corte: “En lo que concierne a ‘embargabilidad’ de las rentas públicas la Corte Suprema ha variado su orientación y con ello rectificado una jurisprudencia que se inspiraba más que en principios de derecho, en consideraciones de política jurídica circunstancial. (…) En el caso Anchorena v. Municipalidad de Buenos Aires, se perfila claramente la nueva jurisprudencia, pues en él se declara la ‘inembargabilidad’ del impuesto, fundado el tribunal en buenos principios. (…) La Corte Suprema, durante largo tiempo, consideró susceptible de embargo el dinero proveniente de impuestos y tasas, especialmente en la esfera provincial y municipal. Y no sólo el embargo sino también la vía de la ejecución forzada. (…) Como se sabe, los impuestos y las tasas son ingresos del derecho público, obtenidos coactivamente, según un régimen de derecho público, y destinados a satisfacer los gastos que generan los servicios públicos”. “La Corte Suprema en el fallo que motiva este artículo ha resuelto (…) admitiendo, en forma muy ‘condicionada’ (…) el embargo de las rentas públicas. Acepta, sin embargo, la Corte Suprema, tanto en el voto de la mayoría como en el de la minoría, la inembargabilidad de la renta pública ‘en principio’, en razón de su afectación a los servicios públicos. Ergo si lo producido no está realmente afectado a un servicio público, él es embargable. Tal la doctrina que prevaleció. Pero ¿cómo se determina la afectación real de los servicios públicos? Desde luego la afectación no puede ser otra, en principio, que la imputación legal…”.