Nadie conoce a Yoani Sánchez

Juan Agustín Robledo

Tal vez el taxista era un poco parco, pensé, y rehúsa la conversación. Tal vez esta señora, que se disculpa por no decir aquello que no puede, es demasiado temerosa. Tal vez mi anfitrión en La Habana esté muy compenetrado con la Revolución. Tal vez el amigo del anfitrión, un poco más crítico, sea también un poco despistado y no recuerde el nombre. Tal vez este bailarín y su esposa estén muy ocupados con sus trabajos, con sus hijos, y con encontrar el modo de sacarnos unos pesos. Tal vez este cuidador de caballos esté muy perdido en Sancti Spiritu. Tal vez este ingeniero metido a taxista esté muy enfocado, en su no tan turístico Camagüey, en mostrar las bellezas de la ciudad que tanto lo enorgullecen. Tal vez la exitación por haberse recibido de psicólogo le impida a Ernesto recordarla.

Lo cierto es que no encontré, durante los días que pasé en la isla, a un solo cubano que conociera a Yoani Sánchez, circunstancia que contrasta con el extendido reconocimiento internacional de la bloguera que denuncia los abusos de la última dictadura del continente.

Y no es algo que debiera extrañar. Entristece ver cómo una sociedad que logró vencer el analfabetismo desperdicia inteligencia y un muy alto nivel de instrucción por un bloqueo informativo mucho más estricto e infranqueable que el impuesto sobre el comercio de la isla.

Uno de los logros de la Revolución fue instaurar un sólido y eficaz sistema educativo. Sin embargo, ingenieros, psicólogos o médicos, no importa qué tan alto sea el nivel educativo al que hayan accedido, son profundamente ignorantes. O, mejor, su erudición se limita a aquello que los dictadores Castro consideran digno de saberse.

El ciudadano cubano medio apenas tiene acceso a dos canales de TV -Cubavisión y Telesur-, dos diarios impresos -Granma y Juventud Rebelde, que literalmente cuentan con ocho páginas cada uno- y un puñado de radios. Todos son órganos de difusión del régimen de los hermanos Castro: una especie de 678 extendido a toda la programación.

Los libros en Cuba no son baratos, son baratísimos. Tan baratos como desactualizados, monótonos y limitados. De una punta a la otra de la isla, todas las librerías exhiben más o menos los mismos títulos (en su mayoría de y sobre Fidel, seguido -bastante más atrás- por el Che, Martí y Camilo, en ese orden de importancia). Sólo un anaquel muestra una decena de títulos disonantes: aquellos que los turistas dejaron olvidados en una habitación de hotel o en una casa particular.

El acceso a Internet está limitado no tanto por el bloqueo a contenidos -al estilo chino-, sino por lo inalcanzable de la tarifa y la lentitud de la conexión. El muy limitado porcentaje de cubanos que accede a la red lo hace, en su mayoría, únicamente para chequear un mail. Muy pocos son autorizados por el Estado para tener conexión en sus casas, mientras que, a US$ 6 la hora en los cybercafé, en un país donde el salario promedio mensual no alcanza los US$ 20, es fácil comprender por qué los cubanos miran con cara rara cuando escuchan el término “googlear”.

Más allá de la propaganda estatal lo que hay es “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, la nada misma. No hay prensa independiente, no existe nada más que eso que el Estado decide mostrar. No hablemos ya de las opiniones de Yoani Sánchez, las Damas de Blanco, o de cualquier disidente: las propias decisiones del régimen pueden disfrazarse, maquillarse, ocultarse o mostrarse a conveniencia en las páginas del Granma.

Durante mucho tiempo Yoani Sánchez mantuvo, lo confieso, mis entusiasmos mudos. Si su figura no me seducía tal vez fuera porque calaban en mí las acusaciones sobre su financiamiento externo. Mi generación creció convencida de que era progresista, liberador y antiimperialista sostener y apoyar al régimen cubano. Que los disidentes no eran más que bandidos a sueldo del imperio. Singular acusación en un país cuyo régimen se sostiene con petrodólares bolivarianos, como antes supo vivir del financiamiento soviético.

Bastan unos pocos días en la isla para entender que, entrado ya el siglo XXI, no existe el modo de ser progresista y demócrata y sostener un régimen que condena al ostracismo a una persona por el único delito de pensar diferente. Que persigue a aquellos que piensan diferente.

La fenomenal campaña de hostigamiento que los Castro impulsaron contra Sánchez allende los mares disipa cualquier duda sobre el carácter autoritario del régimen y no hace más que potenciar el conmovedor, loable, deseable y enaltecedor espectáculo de una mujer sola, sin armas, levantándose, con su palabra, contra un régimen que la oprime.

La cancelación de la visita de Yoani Sánchez a la Argentina nos ha privado de la posibilidad de ver qué posición adoptaban en relación a ella los conspicuos progresistas democratizadores de la palabra. Del gobierno, ya sabemos qué esperar: del mismo modo que varios vecinos de la región -de izquierda a derecha, de Piñera a Rousseff-, Argentina apoyó la presidencia de Cuba en la Celac, burlándose de la “cláusula democrática” que tanto se declama.

Ante la coincidencia latinoamericana en hacer la vista gorda con el anacronismo de tener un dictadura en la región, no queda más que desearle larga vida a Yoani Sánchez, aunque en Cuba (aún) no la conozca nadie.