La (mal) llamada “ola progresista” parece estar llegando a su fin. Terminado el ciclo de prosperidad importada, que alimentó un populismo incapaz de realizaciones duraderas, las sociedades de la región están dando claras señales de hartazgo.
La elección argentina ha sido un campanazo. Ha quedado claro que la sociedad argentina no soporta más el estilo de gobierno de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner. Sus 46 cadenas mediáticas en lo que va del año, su retórica agresiva, su constante división de la sociedad, su arbitrariedad sin límites para agraviar adversarios políticos llega a su fin. Su candidato, un hombre moderado a quien se resignó pese a que no lo quería, la ha salvado de una hecatombe, pero la derrota en la poderosa provincia de Buenos Aires —el mayor distrito electoral del país— caracteriza un inocultable declive. Por cierto, la elección presidencial no está aún definida, pero cualquiera que gane sabe que tiene que modificar ese estilo y, en lo sustancial, muchas de esas políticas resultantes de una visión conspirativa que hacía de la Argentina la víctima aparente de las peores conspiraciones universales.
En Brasil la crisis se sigue profundizando y las revelaciones sobre la corrupción del Partido de los Trabajadores y la fuerza que comandó Lula da Silva estos años no tienen precedentes en la historia de la potencia del norte. A sólo un año de su nuevo Gobierno, Dilma Rousseff ve tambalear su permanencia.
La situación de Venezuela, por su parte, es también dramática. Los líderes opositores arbitrariamente presos, los medios de comunicación sometidos, la economía en un descalabro inédito en un país con un mínimo de desarrollo y la corrupción instalada en el Gobierno, exhiben un panorama realmente crítico.
Todo indica que estos Gobiernos que caracterizaron la última década tienden a desaparecer. Se beneficiaron de la fantástica bonanza de precios internacionales que nos llegó a partir de 2003 y la resultancia fue el despilfarro y la corrupción. Incluso para nosotros, en Uruguay, ha sido muy penosa esa amistad que hemos cultivado con ellos. Su antiyanquismo primitivo y sus economías intervenidas a discreción desde el Gobierno nos han llevado a un Mercosur estancado y a la frustración de procesos de apertura como lo fueron el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos o, últimamente, la negociación del TISA. O sea que no ha sido inocua para Uruguay la presencia populista. Es más, todavía resulta inexplicable la proclamada amistad del Frente Amplio con el kirchnerismo, como si este no nos hubiera maltratado desde el mismo Gobierno de su fundador.
Han empezado a soplar vientos de cambios en el Atlántico latinoamericano. Nuestra lentitud de movimientos se hace exasperante cuando la región del Pacífico se mueve al compás de una globalización que observamos desde lejos, como si nos fuera ajena. Todo es una insinuación, por ahora, pero la magnitud del deterioro en esos procesos políticos y económicos nos lleva a pensar que el rumbo tendrá que virar. Desde los Gobiernos o desde una realidad que puede llevarse todo por delante. También nos llegará a nosotros, cuando vemos a un Frente Amplio sin rumbo y con un clima de desasosiego en sus cuadros políticos, revelador de un ostensible estado de agotamiento.
Son las primeras luces, pero ya se están anunciando mejores tiempos.