Lo de Nicolás Maduro es rotundo. Todos los días amenaza y trata de sembrar el terror entre la gente para poner a la ciudadanía en el dilema “Yo o el caos, yo o sangre en las calles”.
Su solo lenguaje violento y grosero, que califica de “basura” al secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y hasta insulta a los muertos, desnuda ese espíritu. Pero sus intenciones también están claras: de perder las elecciones, ya ha dicho que gobernará “con el pueblo y las Fuerzas Armadas”, o sea, que desprecia el pronunciamiento popular y se sentará encima de las bayonetas. De un modo u otro, sigue repitiendo el concepto. Esta semana volvió a decir algo tanto o más terrible: que si lo obligan a salir a la calle, va a salir “con el pueblo” y que arderá “candela”. Añadiendo que él no va a entregar la revolución bolivariana, que peleará de todos los modos posibles.
Cuando ocurre un asesinato político, como pasó días pasados, nada menos que en un acto público, no se precisa ninguna investigación para saber quién es el instigador de esos actos de violencia, quién es el que crea el clima para que sus partidarios se exalten o sus esbirros actúen.
Lo peor del asunto es que en nuestro país hay quienes avalan esta realidad y esta prédica antidemocrática.
El ex Presidente José Mujica estos días ha sido clarísimo. Ha defendido a Venezuela, ha dicho que es muy fácil criticar a Venezuela y no a otros países donde ocurren cosas similares, disparate que él pretendió trasladar a Paraguay, donde habían muerto, con las armas en la mano, cuatro guerrilleros. Condenó duramente a Luis Almagro, lo despidió con un rotundo “Chau” y haciendo honor a: “Como te digo una cosa, te digo la otra”, comenzó luego a desandar su condena diciendo que el tiempo dirá, porque ahora Almagro está en la organización internacional y no responde al Movimiento de Participación Popular (MPP). Pero ahí volvió a su viejo dicho de que la política está por encima de las leyes y afirmó que Almagro es un abogado, piensa con cabeza jurídica y no política, cosa que había adelantado ya la senadora Lucía Topolansky. Queda claro que el delito de Almagro es atenerse a los tratados.
El matrimonio, quizás sin advertirlo, vuelve al mismo pensamiento que un día los llevó, a los dos, a levantarse contra las instituciones e intentar por medio de la fuerza la instauración de un régimen a la cubana. Para ellos, la institucionalidad no es la prioridad, lo trascendente es la idea política, por descabellada que fuere. Por eso mismo, cuando mira a Argentina dice que está preocupado por la institucionalidad, alentando el clima para que haya quienes se subleven frente a Mauricio Macri. O ahora dice que teme un golpe de Estado militar en Venezuela, como si su régimen ya no estuviera al margen de la ley y sostenido por un Diosdado Cabello que inequívocamente representa a la fuerza militar.
En el pasado ya hemos visto esta prédica disolvente. De a poco, como quien no quiere la cosa, se van haciendo normales los excesos, triviales las aberraciones constitucionales. Detrás de esta actitud está la confusión entre izquierda y fascismo, porque es izquierda todo aquello que enfrente a los Estados Unidos (como si fuera lo mismo Barack Obama que George Bush) y, como consecuencia, se asume que el autoritarismo y el atropello son la consecuencia inevitable de esa opción. Cuando no se tienen claras cosas tan elementales, estamos en problemas. Y la democracia uruguaya, despacito, empieza a tenerlos.