El presidencialismo más allá de las presidencias

Lucas Arrimada

El presidencialismo no es sólo un esquema institucional en nuestra Constitución Nacional sino que es una cultura política, una forma de vida social. Como toda práctica cultural, con el tiempo resulta muy difícil de distinguir e identificar aunque estemos plenamente sumergidos y se reproduzcan en ella -salvo contadas excepciones- los mismos patrones y defectos que criticamos fuera de nuestros círculos. Esas críticas caen en un juego de espejos. Se critica lo que se practica. Nos resulta muy difícil reconocer que todos estamos en una cultura presidencialista y eso tiene efectos directos en nuestras conductas, formas de resolver conflictos, tomar decisiones y hacer política.

Nuestras prácticas políticas tienen múltiples y complejas razones históricas, culturales y constitucionales. Aquí señalaré tres puntos centrales que podrían ayudar a dar luz sobre por qué nuestras prácticas políticas tienden a operar según lógicas de poder concentrado.

1. El presidencialismo de 1853: La Constitución Nacional estableció un sistema en el que el/la Presidente, como Alberdi llamó, debería ser un “Rey sin corona“, un “Monarca Electo”. La estirpe de ejecutivos fuertes es una consecuencia deseada, un objetivo del diseño institucional de los constituyentes de 1853. No es una anomalía circunstancialnacida de líder alguno, sino un resultado de una decisión fundacional: construir la “República Posible”, concentrar todo el poder y excluir a las mayorías (Art. 22 CN).

2. El presidencialismo “de facto”: Nuestra historia de inestabilidad presidencial y rupturas democráticas con seis golpes de Estado, congresos cerrados, represión sistemática, proscripciones, terrorismo de Estado y autoritarismo cívico-militar ha contribuido a la peor “educación” práctica de esa cultura de concentración de poder y personalismo, y sembró las peores formas apolíticas y antidemocráticas de hacer política.

3. El presidencialismo reforzado en 1994: La Reforma de 1994 fracasó en su promesa de “atenuar al presidencialismo“, y contra sus declamados objetivos, “constitucionalizó” prácticas hasta ese momento irregulares e inconstitucionales, como los decretos de necesidad y urgencia y la delegación legislativa, reforzando la tradición presidencialista que condiciona los procesos democráticos y la estabilidad institucional, y retroalimentó la crisis político-económicas de la década pasada.

Ahora, cabe mencionar que gobernadores, jefes de Gobierno e intendentes suelen reproducir, consciente o inconscientemente, bajo un esquema institucional poco democrático, prácticas que se identifican críticamente en el sistema presidencial nacional. A pesar de que es mucho más fácil establecer esquemas institucionales alternativos en las Constituciones provinciales y a nivel municipal, la concentración de poder que se denuncia a gran escala se reproduce, con sus propias formas e intensidades, en los niveles inferiores del sistema federal.

Si estos patrones de la concentración de poder (personalismo, atomización, verticalismo, juegos de suma cero, incentivos a la confrontación, etc.) se pueden ver reproducidos no sólo en las “instituciones políticas” sino también en los partidos políticos (especialmente aquellos que depende de “figuras públicas” y no de comunidades, movimientos y agrupaciones), la propia Corte Suprema, fuerzas de seguridad, la AFA, la CGT, entidades periodísticas, ONG, universidades públicas y privadas, facultades, centros de estudiantes, bancos, empresas privadas, corporaciones, la administración de los más “cercanos” consorcios, entre otras. Es decir, si hasta las más diversas instituciones sociales locales (o “micro”) reproducen esos defectos que se observan a nivel nacional (macro), debemos pensar que resulta claro que el problema no es exclusivamente de la clase gobernante o la clase política (que tiene un grado de responsabilidad especial y mayor, cuyas exigencias y controles deben ser siempre más elevados) sino de un patrón cultural del que excepcionalmente se puede escapar o se escapa con prácticas contraculturales y contracorrientes.

Un reto quizás sea proyectar e imaginar cambios sociales, económicos y políticos sin apelar a que dependan de la concentración antidemocrática de poder institucional y económico. Un Ejecutivo muy fuerte históricamente no significó fortalecernos económicamente, crecer, desarrollarnos ni distribuir el ingreso igualitariamente. Las peores decisiones de la historia argentina no han sido tomadas en contextos de debate popular ni democrático sino de elitismo presidencial, en algunos casos bajo poderes ejecutivos “de facto” que se hacían llamar “Presidentes” pero no eran presidentes constitucionales ni democráticos, por ende, no eran presidentes.

Los defectos del sistema político a nivel federal no nos puede impedir (aunque puedan desincentivar y obstaculizar “desde arriba” los cambios micro, producidos “desde abajo”) transformar, mejorar los patrones de comportamiento que tenemos en, por ejemplo, municipios con relativa facilidad para administrar la “cosa pública” de una forma alternativa, más abierta, menos personalista, más democrática. Mientras discutimos los cambios estructurales del sistema macro, se puede innovar en los espacios locales y micromundos de la vida política y social.

Nuestro desafío cultural está en hacer que pequeños gobiernos municipales y en alguna medida ciertos gobiernos provinciales puedan salir del patrón cultural de concentración de poder con la cercanía que tienen a su población y sus problemas, y contando con su potencial participación ante la posibilidad de innovar y demostrar una alternativa con resultados concretos que incluso serían electoralmente productiva para todos. Eso le daría un poco de sustancia y calidad a las campañas electorales donde la crítica y la propuesta retórica, cuando no el marketing vacío, pueden ocultar que en las prácticas concretas silenciosamente hay acuerdos transversales.

No hay reforma constitucional o política que permita modificar prácticas culturales arraigadas en una sociedad sin un cambio previo en la conciencia social y por ende en las prácticas específicas de todos los operadores políticos. Cambios ejemplares en el plano micro podrían incentivar cambios potenciales en la estructura macro.

Ante los 160 años que cumplirá nuestra Constitución Nacional cabe repasar nuestra historia y repensar si el modelo cultural del sistema presidencial (pensemos en los “micro-presidentes”, el presidencialismo más allá de la presidencia) que establece al “Jefe Supremo de la Nación” (Art. 99 y ss CN) no debe ser cuestionado y reformulado. Quizás en el siglo XXI, con los aprendizajes históricos y con todos los desafíos democráticos por delante, sea hora de reconocer a la propia sociedad, a cada miembro de la comunidad política, al Pueblo mismo, como el mejor y único “intérprete supremo” de su autogobierno colectivo.