Por: Luis Novaresio
A los 17 años pude verbalizar por primera vez que no creía en Dios. En realidad, que no veía el modo de demostrar su existencia. Esa es la diferencia que nos separa a agnósticos de ateos. No negamos irrevocablemente sin admitir prueba en contrario. Apenas sostenemos que, hoy, aquí y ahora, con nuestro entendimiento, razón y lógica no se prueba que el todopoderoso existe.
En mucho de mi convicción ayudaron habitantes de las jerarquías eclesiásticas que entonaban palabras no predicadas con sus vidas o nos repartían a los que dudábamos maldiciones infernales casi siempre relacionadas con el cuerpo y su goce. También me asistiría el Jean Paul Sartre leído con proporcional casualidad e incompetencia cuando decía que sólo había que obedecer a uno mismo o que si Dios existía, era indiferente. ¿Y si más adelante se demostrara que Dios allí estaba? Entonces estaríamos para aceptarlo (con alegría, cómo no), como ocurrió con la Tierra destronada del centro del universo o con tantos otros avances de la ciencia.
La fe es un don, dicen los creyentes. Quizá, por qué no. No poseerlo no es causal de ser considerados inferiores. Apenas distintos. Un don son las manos de Martha Argerich en el piano, los pinceles dirigidos por Berni, las palabras en la creación de Borges. Nada de eso me fue dado y me une la misma condición humana de estos sobrenaturales. Pero somos distintos.
Sin embargo, desde mi agnosticismo, me uno a la celebración de este día. Creo que es la jornada más transformadora y emocionante del año. Sí: creo que la Navidad es el mejor día del año.
Si sos creyente, porque se recuerda el gesto más humano, más inteligible, más deprendido de quien es el Creador de todo. Hacer entendible su existencia enviando a su hijo como símbolo de despojo y sacrificio para que le crean. Dios no quiso esta vez mover montañas, abrir océanos o desafiar el espacio y el tiempo como podría, según explican los que creen. Descendió a la cotidianeidad de los hombres y encarnó en un niño su propia existencia. Y sabiendo (porque Él lo sabe todo) que ese hijo iba a ser sacrificado por el mismo pueblo al que homenajeaba. ¿Existe otro gesto más generoso que ofrecer a tu propio hijo, aunque sepas que será segado en su vida, para que lo escuches y le creas? Eso debe haber pensado (sic) Dios cuando imaginó a su santo espíritu, a su madre María, a su cruz y sus clavos. Créanme, podría haberles pedido a ustedes, creyente. Aquí estoy dispuesto a unirme con todos, desde el mismo sufrimiento que resulta inimaginable. Y les entregó al Hijo. Eso es la Navidad para un creyente.
Para un agnóstico es la celebración de un nacimiento. El milagro del dar a luz. Ya con eso, alcanzaría. Pero hay más: es la vida de un niño de padres pobres, en un sitio hostil, rechazado por el prejuicio. Y ese niño, dice la historia, superará todos los obstáculos de no ser bien acogido de una manera especial: predicando el amor. Porque ya joven, este personaje de la historia real o relatada, no importa, impulsará el amor al prójimo incondicional. No de cualquier manera: amar al otro como a vos mismo. ¡Como a vos mismo! Predicará (o contarán que lo hizo) el no juzgar a tu semejante, nunca, el estar cerca de los que menos tienen, el abrazar al excluido, el beber de la misma copa que el enfermo. Y siempre con la esperanza. Más que esperanza, con la utopía.
Para un agnóstico no hay cielo, ni paraíso ni infierno. Apenas hay una promesa de justicia que se instala en un horizonte inalcanzable hacia el que camina el Hijo. ¿Y para qué describir y agradecer un objetivo, aunque sea tan bello, si es inalcanzable? Para seguir caminando. Con el deseo inclaudicable. La utopía hace parir el deseo más potente. La utopía alimenta el deseo y lo convierte en acción. Es mover un pie y luego el otro y luego el otro, haciendo un sendero de conquistas orientadas por esa brújula de la utopía. Así lo hizo este joven contado por la historia de algunos. ¿Para qué esa utopía? Para seguir caminando, dijo alguna vez gran Fernando Birri. Como Jesús, aquí un predicador mortal. Nada menos.
Celebrar la Navidad es el encuentro ecuménico de los que creen y de los que no lo hacemos. Por el nacimiento de un niño o por el nacimiento de Cristo. Por el amor a sus padres o por amor al Padre. Por el gozo de saberte acompañado del mejor arquitecto de la vida: el deseo. De ser. Y de ser bien.
Por eso alcanza un abrazo de celebración y un sincero Feliz Navidad.