La grieta de la Justicia

Marcelo Romero

Lo han logrado. Ellos lo hicieron.

El Gobierno que se va consiguió algo inédito: agrietar, también, al Poder Judicial.

Uno de los tres poderes del Estado quedó literalmente partido al medio. Por un lado, una “agencia militante”, temblorosa, obediente y pusilánime. Temerosa hasta los límites del ridículo del poder político, de la prensa y de algunos integrantes de organismos de derechos humanos. Eso sí, se autotitula como “legítima”.

En el fuero penal, esta facción se caracteriza por la obediencia ciega y absoluta a los postulados del abolicionismo penal, a la adoración enfermiza hacia sus gurúes y a la satanización de toda persona que lleve uniforme, aunque esta haya nacido en 1990.

Por el otro lado, quedamos los restantes. Los “ilegítimos”. Estupefactos algunos frente a este abismo creado. Combativos otros ante el accionar de la espada divisoria.

De todas maneras, tardamos demasiado tiempo en reaccionar. Tuvimos que esperar que un fiscal de la nación muriera violentamente —en circunstancias aún no esclarecidas— para manifestarnos orgánica, masiva y públicamente en su honor y en defensa de su trabajo. Toleramos hasta límites insoportables que cualquier abogado se transforme en juez subrogante, sin cumplir con las mandas constitucionales y sin respetar las mayorías establecidas en el Consejo de la Magistratura para su designación.

Poco o nada dijimos respecto de la inaudita inversión del paradigma del derecho penal, donde la víctima resulta ser el victimario y el victimario, la víctima de un sistema capitalista (o “neoliberal”) que le quitó oportunidades y lo “empujó” hacia el delito. O, mejor dicho, hacia el “conflicto”, ya que esa es la terminología adecuada en estos tiempos agrietados.

“El delito es una creación político-capitalista que le quitó a los particulares la posibilidad de dirimir pacíficamente el conflicto, para que el Estado pueda mantener el negocio de la inseguridad, llenando las cárceles —o jaulas de exterminio— de pobres y oprimidos”.

Frente a este y otros disparates, los integrantes de la Justicia ilegítima nos quedamos callados durante muchos años. Vimos cómo se colonizaban las cátedras de Derecho Penal y de Derecho Procesal Penal de nuestras Universidades, sin decir una palabra. Vimos cómo esos estudiantes de abogacía se convertían en graduados y accedían a la magistratura, con su catecismo laico-abolicionista bajo el brazo, y miramos para el costado. Toleramos que jueces superiores, jueces de instancia, fiscales, defensores y asesores se confiesen magistrados militantes del nuevo relato, del proyecto.

Fuimos excesivamente tolerantes con el sable que nos agrietó. Reaccionamos demasiado tarde.

Les resultó fácil a los arquitectos de la grieta llevar a cabo su cometido. Tan sólo unos breves y antiguos artilugios: amenazar con el juicio político a los magistrados ilegítimos; algunos de estos aprietes se cumplieron, como el caso del fiscal José María Campagnoli. Etiquetar de “facho” a quien osara desafiar al discurso oficial. Congelar definitivamente la carrera judicial del “díscolo”, como el caso del Dr. Ignacio Rodríguez Varela, etcétera.

Ante estos y otros atropellos, también nos quedamos callados. Hubo honrosas excepciones, sí. Pero no fueron suficientes.

La grieta judicial no se cerrará con la llegada de un nuevo Gobierno. Será un trabajo mucho más largo que un simple recambio institucional. Es nuestra obligación cerrarla. Así lo reclama la ciudadanía, única destinataria de nuestros aciertos y desatinos.