La situación política en el final de un año ya de por sí turbulento fue sacudida por imágenes de violentos saqueos de supermercados y otros comercios, seguidos por represión policial y, en Rosario, asesinatos. Estas imágenes resultaron muy impactantes, y remitieron inmediatamente en la conciencia colectiva a recuerdos de 1989 y 2001.
Sin embargo, en el devenir político lo idéntico no existe y los saqueos del 2012 demostraron que, aunque provienen de una historia, fueron fenómenos con una conformación propia.
Para empezar, sin dudas debiera hablarse de tres contextos diferentes: los saqueos de Bariloche por un lado, los de Rosario por otro, y finalmente los de la zona norte de la provincia de Buenos Aires (en el eje Campana y San Fernando). (Hubieron casos aislados en otras ciudades del país pero no llegaron al dramatismo que tuvieron en estas localidades.) Como ya se dijo, un primer dato que salta a la vista que los saqueos no se dieron mayoritariamente o con mayor violencia en localidades pobres, sino en las zonas más ricas de cada una de las provincias. Bariloche, Rosario, Campana y San Fernando: estas son zonas relativamente afluentes y donde un gran dinamismo económico es articulado alrededor de la construcción, más el turismo en un caso y la soja en otro. (Es cierto que San Fernando no es tan rica como sus vecinos San Isidro y Tigre, pero toda la zona norte tiene indicadores sociales mejores que los partidos del sur del Conurbano.)
Estas ciudades, sobre todo Rosario y Bariloche, no son pobres pero sí son muy desiguales. No sólo en términos económicos, sino sobre todo urbanos. Rosario, Bariloche y toda la zona norte de la provincia de Buenos Aires se han desarrollado en las últimas décadas según un modelo caracterizado por la fragmentación espacial, la segmentación social y la coexistencia de villas, tomas y barrios pobres con núcleos urbanos lujosos y cómodos (los “centros” de las ciudades), y barrios cerrados de tipo country, conectados con shoppings, centros de golf, marinas y otras amenidades. Estas realidades coexisten a veces a pocos metros las unas de las otras, pero se vinculan muy escasamente.
Como dice la filósofa brasilera Marilena Chaui hablando de la ciudad de San Pablo, estas nuevas ciudades latinoamericanas engendran violencia porque ellas mismas son constitutivamente violentas. Es decir, la violencia o la amenaza de violencia es una de las principales condiciones de posibilidad para el mantenimiento de estas áreas metropolitanas tan fragmentadas y con tan dramáticas diferencias económicas: en muchos casos, lo que se le pide al Estado no es que altere ninguna situación estructural (lo cual implicaría necesariamente ir en contra de la fragmentación y privatización urbana con medidas que, por ejemplo, desincentivaran o incluso prohibieran la creación de barrios cerrados e impulsaran la creación de barrios de trama urbana abierta con mayor heterogeneidad social) sino que actúe como garante del mantenimiento de las fronteras sociales, impidiendo que “bajen los del Alto”, como decían los comerciantes de Bariloche los días que siguieron a los saqueos. Si el Estado no quiere o no puede, pues allí estará la cada vez más abundante seguridad privada para hacerlo.
Señalar el carácter violento de las nuevas ciudades latinoamericanas no significa, sin embargo, negar el rol de la política en estos saqueos de fin de año. Antes bien, ha quedado demostrado que la política es una variable central para comprender por qué en ciudades con cuadros urbanos y sociales similares a Rosario o Bariloche no se produjeron saqueos. Por ejemplo: no hubieron saqueos de importancia en la provincia de Neuquén, y tampoco parecen haberlos habido en Entre Ríos. Los gobiernos municipales de Bariloche y Rosario vienen siendo asediados con problemas de seguridad y cohesión social desde hace años, y los gobiernos provinciales de Río Negro y Santa Fe están en crisis de gestión por diversos temas. Por otra parte (y sin abusar de teorías conspirativas) hay que mencionar que los saqueos comenzaron en una ciudad turística en la tiene mucha fuerza el gremio de gastronómicos de Barrionuevo, y siguieron en una serie de ciudades situadas a la vera de una de las principales autopistas del país, por donde se mueve una gran parte del tráfico de camiones del país. Pero esto no debe hacernos ignorar, reitero, el hecho de que en otras localidades con similares condiciones una acción estatal más rápida y astuta pudo evitar los saqueos. Una vez más, se probó aquel principio de que toda política es local.
Por supuesto, más y mejor Estado es una clave para mejorar la situación estructural. Una ciudad que genera riqueza en la que sin embargo, los barrios pobres no tienen gas, luz, transporte público, escuelas ni hospitales de proximidad (en todo el barrio barilochense del Alto no hay hospital, por ejemplo, y los habitantes deben trasladarse en invierno y verano hasta el centro para atenderse) y en la que la inversión pública muchas se vuelca a embellecer aún más a los barrios ricos bajo la bandera de “atraer al turista”, es una ciudad que genera violencia. Direccionar la inversión pública hacia los barrios invisibles de nuestras ciudades es una prioridad.
Pero esto no es suficiente. Debe haber algo más, algo que (por otra parte) nadie sabe muy bien cómo hacer desde las oficinas estatales de Latinoamérica. Debe haber políticas de creación de comunidad. Es necesario generar una mayor porosidad entre los mundos del alto y el bajo, para abrir la posibilidad de que los habitantes de uno y otro mundo se encuentren cara a cara en una situación que no sea una delictiva o violenta. En ciudades caracterizadas por la segementación, ni la escuela pública ni el hospital público ni la plaza central cumplen ya esa función, y estos dos mundos sólo existen para el otro como formaciones imaginarias caracterizadas por el temor o el odio mutuo. Aquí se trata de intervenciones de otro tipo, urbanísticas y culturales, para acercar estos dos mundos y transformar formaciones imaginarias caracterizadas por el temor y inclusive el odio, en relaciones de ciudadanías e igualdad democrática.