Por: Mario Juliano
El ministro de Justicia de la provincia de Buenos Aires, Carlos Mahiques, no podría ser tildado, precisamente, de garanto-abolicionista. Muy por el contrario, se trata de un hombre salido de la ortodoxia académica y judicial. Docente de varias universidades (entre ellas, la Universidad Católica Argentina) y juez en diversas instancias, hasta integró los máximos tribunales penales bonaerense y nacional. Sus fallos no dejan traslucir una avanzada o innovación del pensamiento, sino más bien se identifican con ideas clásicas del derecho penal.
Pero para hacer gala del sentido común no es preciso adherir a corrientes de vanguardia y rupturistas. Y es lo que hizo Mahiques hace pocos días, al comentar públicamente la situación del servicio penitenciario bonaerense (SPB) y los lineamientos de la política criminal del primer Estado argentino.
Refiriéndose a la primera de las cuestiones, manifestó que el servicio penitenciario bonaerense se ha revelado como una estructura ineficiente, invertebrada y criminógena que retroalimenta la delincuencia, dentro y fuera de los penales. Asimismo señaló como principal objetivo de su gestión un cambio de paradigma del servicio penitenciario para dejar de ser una fuerza militarizada y pasar a tener una gestión diferente. En ese sentido, anticipó que la auditoría del SPB pasará a manos civiles, lo que constituye un hecho inédito y auspicioso para interpelar la permanente sospecha que sobrevuela a este sector de la administración pública.
En materia de política criminal dijo que no se apunta al securitismo extremo, sino a seleccionar a una parte de la población carcelaria para emplear con ella medidas extracarcelarias. En ese sentido, apuntó que no comparte la lógica binaria de que a cada delito le corresponde sólo pena de prisión, y que cree que hay mecanismos alternativos que los jueces deberían utilizar con más frecuencia, lo que anticipa modificaciones legislativas para incorporar nuevas categorías de beneficiarios de pulseras electrónicas, no sólo en el ámbito de la ejecución (cuando ya existe sentencia), sino durante el proceso. Finalmente, señaló que es imposible acompañar la curva de crecimiento de la tasa de encarcelamiento con la construcción de nuevas cárceles.
Para pasar de cierto pensamiento patológico vernáculo, que atribuye al garantismo y al abolicionismo todos los males del sistema penal, se suma lo expresado por Carlos Rosenkrantz, firme candidato a cubrir una de las vacantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, hombre categóricamente vinculado con el establishment local (la cartera de clientes de su estudio jurídico así lo indica). En ocasión de la audiencia pública celebrada en el Senado de la Nación y a preguntas que le formulara el senador Julio Cobos relacionadas con el problema de la inseguridad, sostuvo que las penas del Código Penal son draconianas, y que no se puede seguir insistiendo con dar respuesta delito por delito, que se trata de una fórmula fracasada y que la cuestión es sistémica, esto es, que debe ser abordada en forma integral.
Finalmente, colocando un broche de oro a esta serie de redefiniciones del mundo penal, nada más y nada menos que la Conferencia Episcopal Argentina publicó un documento encabezado con el versículo: “Estuve preso y me viniste a visitar”, donde también se apuntan importantes definiciones, en línea con las preocupaciones reiteradamente expuestas por el papa Francisco. Los obispos comienzan diciendo que nadie por haber delinquido pierde su condición de personas, de hijo de Dios y miembro de la familia humana, para pasar a sostener que “en una sociedad donde se multiplican los hechos delictivos, estamos convencidos de que la solución oportuna para resolverlos no se alcanza simplemente con penas más duras y con más cárceles”.
En uno de los tramos centrales del documento se llama a tratar la problemática de la existencia de presos sin condena, la ausencia de proyectos y programas que reduzcan al mínimo el período de detención, los casos de las personas a las que se debería dar un tratamiento penal alternativo fuera de la cárcel, dado que padecen enfermedades graves o terminales, o son mujeres embarazadas, o personas con capacidades diferentes, o de adultos de edad avanzada y las personas con problemas de droga, en su gran mayoría jóvenes, que necesitan un ambiente distinto a lo que ofrece la cárcel.
Tres contundentes definiciones que, si omitiéramos a sus autores, seguramente atribuiríamos a algún pensador abolicionista o, al menos, acentuadamente garantista. Sin embargo, reiteramos, se tratan nada más y nada menos que definiciones del ministro de Justicia bonaerense, uno de los probables jueces de la Corte Suprema y la Conferencia Episcopal Argentina.
Es que la recurrencia a las fórmulas remanidas, que han ocupado el centro de la escena en los últimos años (incremento de penas, más cárceles, más policías, detenciones indiscriminadas) exhiben un fracaso tan rotundo que se torna indisimulable, aun para los sectores del pensamiento más conservadores, pero que, sin embargo, tienen la honestidad intelectual de admitir que hay que variar los enfoques y las respuestas estatales, si es que deseamos obtener mejores resultados.
No se trata de resolver la cuadratura del círculo y seguir perdiendo el tiempo en discusiones banales. De lo que se trata es de tomar referencia (no imitar) en experiencias exitosas en las materias que nos preocupan y tratar de seguir esas orientaciones. Tal el caso de la República Oriental del Uruguay en materia penitenciaria o Medellín, Curitiba, Porto Alegre o Aguascalientes en seguridad pública y política criminal.
Apreciamos con beneplácito que las nociones de la convivencia y la pacificación vayan ganando espacio en el amplio debate que debe generarse en torno a las sensibles cuestiones de la construcción de una sociedad con seguridad para todos sus habitantes, sin exclusiones basadas en la condición social, económica o cultural.