Reivindicar el rol de las FFAA en el Estado de Derecho

Mario Montoto

Entre los importantes debates de ideas que hoy configuran la visión de nuestro país para los años venideros, hay uno que resulta particularmente imprescindible de cara a los grandes desafíos del siglo XXI. Me refiero a la necesaria discusión con respecto a la Defensa Nacional y al rol de las Fuerzas Armadas.

Es por ello que quisiera hacer una breve reflexión acerca de la Defensa Nacional como pilar fundamental del Estado, como componente esencial de la política exterior y también como motor de desarrollo industrial. Una visión de avanzada que supimos tener los argentinos desde los albores del siglo XX y que, lamentablemente y por diversas razones, fuimos perdiendo.

Durante la década del 20, destacados hombres de las ya profesionalizadas Fuerzas Armadas asumieron como horizonte para nuestro país el de su industrialización. Fueron personalidades notables que supieron liderar procesos fundacionales, llevando “la doctrina a las cosas”, el pensamiento a la acción.

Un área clave, en ese sentido, fue la de los hidrocarburos, en la que el general Enrique Mosconi cumplió una función relevante. Fue nombrado por el presidente Marcelo T. de Alvear en 1922 como primer titular de la Dirección General de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (germen de la actual YPF), creada antes de dejar el poder por Hipólito Yrigoyen. El general Mosconi impulsó a lo largo de su gestión la integración vertical de la empresa y la incursión en la distribución y venta de combustibles en el mercado interno. El éxito de la gestión de Mosconi al frente de YPF quedó reflejado en las cifras de producción de petróleo de 1930, cuando se alcanzaron los 827.946 metros cúbicos, duplicando las cifras de años anteriores.

Hubo que esperar hasta la década del 40 para volver a encontrar figuras de su talla dentro del estamento militar, que retomarían el impulso industrializador. En 1941 fue creada la Dirección General de Fabricaciones Militares (DGFM), un proyecto del entonces coronel Manuel Nicolás Savio, quien se proponía desarrollar de manera armónica la movilización industrial de la Argentina. El propio Savio sería el mentor del Plan Siderúrgico Nacional, de la construcción del primer alto horno de fundición en Jujuy (Altos Hornos Zapla), y el fundador de la Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (Somisa), que terminaría de concretarse en 1961 con la inauguración de su complejo industrial en San Nicolás/Ramallo.

Lo importante es dejar aquí señalado que el puntapié de este despegue de la industria pesada en el país partió de mentes iluminadas que, dentro de las Fuerzas Armadas, tenían en mira un desarrollo autónomo de la Argentina.

En paralelo, comenzó a tomar impulso en nuestro país la industria nuclear, a partir de la creación, en 1950, durante la presidencia de Juan Domingo Perón, de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). En 1955 se creó el Instituto de Física de Bariloche que dirigió José A. Balseiro, cuyo nombre dio lustre a la ciencia en Argentina y que ha quedado inmortalizado en el Instituto que lleva su nombre. En 1958 se coronaron esos esfuerzos con la construcción del primer reactor experimental de América Latina, el RA1, y luego con la primera central nuclear de potencia de la región, Atucha I, que entraría en operaciones en 1974. Coronó esta zaga de destacadas figuras de la CNEA el almirante Carlos Castro Madero, durante cuya gestión se mantuvo la continuidad del ambicioso plan nuclear, con el avance de la construcción de dos centrales de potencia (Embalse, inaugurada en 1984, y Atucha II, luego interrumpida en la década del 90), la inauguración de la planta de agua pesada en Arroyito (Neuquén) y el enriquecimiento de uranio en la planta de Pilcaniyeu (Río Negro), anunciado en noviembre de 1983, lo que convirtió a nuestro país en uno de los pocos en el mundo capaces de controlar todo el ciclo del combustible nuclear.

La reactivación del Plan Nuclear Argentino, impulsada por el gobierno de Néstor Kirchner en 2006 y en plena vigencia en la actualidad, constituyó un verdadero renacer para el sector tras el prolongado letargo de la década del 90. Una decisión estratégica para la Argentina, que dio continuidad a una de las políticas de Estado más consistentes que hemos logrado sostener a lo largo de los años.

Otro eje del desarrollo que muestra la visión de vanguardia de la industria militar de entonces fue el avión Pulqui II. En 1947, el mayor ingeniero Juan Ignacio San Martín, director del Instituto Aerotécnico –nombre que había adquirido la pionera Fábrica Militar de Aviones de Córdoba, fundada en 1927– decidió iniciar la construcción de un avión a reacción que rompería el récord de velocidad. Se trataba de un avión de caza tecnológicamente comparable a los mejores de la época.

Hay un dato que ilustra la situación de aquella época: en 1952, según el Boletín Estadístico Aeronáutico de junio de ese año, la Fuerza Aérea Argentina contaba con 761 aeronaves.

Y, solo por citar un ejemplo más, no quiero dejar de mencionar el proyecto del submarino con propulsión nuclear que, por distintos avatares políticos y económicos, no logró desarrollarse, a pesar de las millonarias inversiones realizadas en los astilleros argentinos Tandanor y Domecq García.

Más allá de las dificultades y de las distintas coyunturas de cada época señalada, considero valioso rescatar una constante histórica que desmiente la engañosa contradicción argentina respecto de la inagotable capacidad de generar “talento individual” y de la imposibilidad de trasladar esa genialidad a un proyecto colectivo. Los ejemplos citados no sólo desechan esa creencia tan arraigada, sino que demuestran que cuando los argentinos logramos pensar y desarrollar “un verdadero proyecto de país”, todo ese talento individual es puesto al servicio de la Patria. La Argentina tuvo un proyecto de país y sus Fuerzas Armadas fueron parte fundamental de esa visión colectiva. Hombres como Mosconi, Savio o Castro Madero no fueron casos aislados, sino figuras notables dentro de un definido proyecto de país.

 

Los errores históricos

A partir de la década 30, las Fuerzas Armadas argentinas, por propia decisión y alentadas por mezquinos intereses sectoriales, asumieron un rol ajeno a su naturaleza. El golpe de septiembre de 1930 marcó un punto de quiebre en la institucionalidad e instauró una sucesión de interrupciones del orden democrático, que se repetirían en 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Fueron los años de la “Argentina pendular”, donde los militares se convirtieron en árbitros, decisores y ejecutores de políticas que nada tenían que ver con su razón de ser. Desafortunadamente, dejaron de cumplir con su rol institucional y comenzaron a intervenir en golpes y maniobras palaciegas, sin que faltaran enfrentamientos dentro de las propias fuerzas.

Las divisiones entre argentinos venían de vieja data, desde el principio mismo de nuestra independencia. Primero fue la lucha entre unitarios y federales, que impidió la consolidación de la paz interior, hasta la aprobación de la Constitución de 1853. La situación se repetiría a partir de 1890 con la antinomia conservadores-radicales, que llevó a levantamientos armados y a una mutua deslegitimación política. El ascenso del general Juan Domingo Perón también generó una fuerte división entre peronistas y antiperonistas, que se agravó tras su caída. Entre 1955 y 1973, se vivieron años de alternancia entre una “democracia tutelada” por las Fuerzas Armadas y las sucesivas interrupciones del orden constitucional.

A este cúmulo de errores de las Fuerzas Armadas y de la dirigencia política de la época, se le sumó, a partir de la década del 60 y principalmente en los 70, la llamada “doctrina de la seguridad nacional”, marco teórico para justificar el “intervencionismo” de las Fuerzas Armadas en todo el continente contra el denominado “enemigo interno”, que tuvo su hora más oscura en nuestro país durante la última dictadura (1976-1983). Una trágica experiencia que por desgracia le tocó vivir a nuestra Patria en esos años.

Una tragedia de la que las Fuerzas Armadas no fueron las únicas responsables, sino que involucró a todos los sectores de nuestra sociedad, al empresariado, la Iglesia, los sindicatos y las organizaciones beligerantes. Una vez recuperada la democracia, algunos de esos actores asumieron su “cuota parte” de la responsabilidad y se lo expresaron a la ciudadanía a través autocríticas que intentaron aportar una mirada superadora y de reconciliación, luego de largos años de “guerra civil intermitente, con sucesivas falsas antinomias que dividieron y enfrentaron a sectores del pueblo y de la Nación argentina”, según expresaba el documento “Compromiso solemne por la pacificación y reconciliación nacional”, que fue dado a conocer en 1989 por el Peronismo Revolucionario, una corriente interna del Movimiento Nacional Justicialista que contenía a los dirigentes y militantes de la disuelta organización Montoneros.

Por su parte, las Fuerzas Armadas y la Iglesia realizaron en su momento  autocríticas institucionales con la aspiración de contribuir a la pacificación de nuestro país.

Como se ha dicho, la historia argentina puede leerse, a lo largo del siglo XX, como la historia de una nación incapaz de convivir pacíficamente en el marco de la legalidad y de resolver sus conflictos, tensiones y diferencias por la vía del diálogo. Detrás de cada golpe militar o quiebre constitucional, siempre hubo intereses específicos de sectores de nuestra sociedad que utilizaron a las Fuerzas Armadas como instrumento de sus intereses.

Finalmente, en 1983 los argentinos entendimos que la democracia, siempre perfectible, es el único camino que nos permite ordenar la dinámica de una sociedad y encauzar racionalmente las diferencias y nuestras contradicciones. El Estado de derecho es el único marco posible en el cual cada institución de la República –incluidas las Fuerzas Armadas– puede desempeñar su función y encontrar su razón de ser.

La democracia nos ha enseñado también el valor del diálogo como condición indispensable para el encuentro de todos los argentinos. “Es el diálogo el que hace la paz. No se puede tener paz sin diálogo. Todas las guerras, todos los combates son por falta de diálogo. En el diálogo, crecemos y maduramos”, expresó sabiamente nuestro Papa Francisco y sus palabras nos deben ayudar a no volver a confundir ese mandato.

 

Una imagen distorsionada

El rol equivocado que asumieron las Fuerzas Armadas a lo largo del siglo XX generó una imagen muy errada respecto de lo que debe representar la Defensa Nacional para cualquier país democrático. Un sector de la sociedad aún asocia el elemento militar con las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la década del 70, a pesar de que los jóvenes oficiales que hoy integran nuestras Fuerzas Armadas han sido formados en una concepción democrática y respetuosa de la institucionalidad. Esta imagen sesgada que todavía existe en muchos argentinos genera, a su vez, preconceptos y distorsiones que impiden el diseño de una moderna estrategia de Defensa que dé respuesta a los eventuales peligros que nos afectan en pleno siglo XXI.

Imposible no hacer aquí un breve paréntesis referido a la guerra de Malvinas, que, sin dudas, marcó un punto de inflexión en la manera de ver y entender las relaciones de la sociedad argentina con sus Fuerzas Armadas. Malvinas fue, es y será siempre una causa justa y muy cara a los sentimientos de los argentinos. Sin embargo, la conducción político-militar de la campaña del Atlántico Sur de 1982 incurrió en graves errores estratégicos que no analizaré aquí, pero que también contribuyeron a generar una imagen poco feliz de quienes conducían nuestras Fuerzas Armadas. No obstante, Malvinas supo mostrar cabalmente la otra cara de la moneda: la del heroísmo de centenares de combatientes que lo dieron todo por la Patria; la de soldados y militares profesionales que pelearon con orgullo una de las batallas más desiguales de las que se tenga memoria. Muchos de ellos dieron su vida por nuestras islas y, tras algunos años de inexplicable ingratitud, el pueblo argentino hoy reivindica y rinde homenaje a sus combatientes de Malvinas.

Las mezquindades, los personalismos y las prácticas autoritarias en las Fuerzas Armadas son parte del pasado. En la actualidad, los planes de formación de las Escuelas de Formación de Oficiales y Suboficiales tienen un enfoque plural y abierto al conocimiento de nuestra historia y la defensa del valor de nuestras instituciones.

 

Una mirada superadora

Los argentinos pagamos un alto precio por los errores cometidos y, a 30 años del retorno a la democracia, ya es tiempo de recuperar aquella visión de la Defensa Nacional que identificó a nuestros pioneros y replantear el rol de nuestras Fuerzas Armadas de cara a los desafíos que presenta el siglo XXI. Debemos reivindicar el verdadero rol del elemento militar en el Estado de derecho, ya que la defensa de nuestras fronteras y de nuestros recursos naturales es una misión irrenunciable. Las Fuerzas Armadas, como garantes de la paz, son un elemento constitutivo del Estado, con una función de garantía de la integridad y unidad territorial, de la independencia y de la soberanía. Constituyen la última ratio del Estado, una fuerza organizada al servicio de la Nación.

Por otra parte, a lo largo del último siglo, los desarrollos de nuestra industria militar y el pensamiento estratégico de muchos de sus integrantes permitieron a la Argentina impulsar importantes sectores de nuestra economía. La industria de la Defensa, como hemos expresado a través de ejemplos en este documento, ha sido motor de nuestro crecimiento. De ahí que, en un nuevo contexto internacional en el que la cooperación regional no puede estar ausente, la recuperación del complejo militar-industrial argentino debe ser una meta a alcanzar. Las experiencias que llevan adelante nuestras Fuerzas Armadas en sectores claves, como la energía, la mecánica, la robótica y tantos otros sectores, deben servir de incentivo para seguir adelante por esta vía de la investigación aplicada en el ámbito de la Defensa.

La Argentina de hoy merece un debate serio y responsable sobre los nuevos desafíos de la Defensa Nacional para los años por venir. Una nueva mirada, positiva y superadora, que logre recuperar el terreno perdido, pero que fundamentalmente sepa comprender las nuevas y cambiantes realidades del mundo.

Una política de Defensa actualizada, integrada a una visión de Estado moderno. Tenemos ante nosotros un sinnúmero de nuevos desafíos, como la protección de los recursos de nuestra plataforma marítima o los nuevos escenarios de conflicto en el ciberespacio, donde las fronteras son cada vez más difusas. En definitiva, solo con unas Fuerzas Armadas modernas, democráticas y preparadas tecnológicamente podremos hacer frente a los complejos retos y nuevas amenazas del siglo XXI.