Imaginar en una Argentina de certezas

Martín Yeza

Roberto Mangabeira Unger fue el “ministro de ideas” de Lula Da Silva y es uno de los fundadores del movimiento Alternativa latinoamericana, así como de la Critical Legal Studies desde su cátedra en Harvard. Su pertenencia ideológica corresponde al pensamiento progresista y se encuentra alejado del marxismo. Al asumir como funcionario público advirtió que el Amazonas es una “gran frontera de la imaginación” y que “el país puede reinventarse completamente al cambiar el Amazonas”.

En esta frontera ancha es que quiero hacer equilibrio. Hay un tema que está seriamente subestimado en nuestra vida política cotidiana: la imaginación.

Mucho se habla de la igualdad, la libertad, honestidad y corrupción, lealtad y traición, diálogo y crispación; poco se habla de imaginación y su ausencia: la mediocridad.

La mediocridad se presenta en nuestra política bajo el disfraz de “picardía”. La picardía es uno de los elementos más audaces y sofisticados del pensamiento conservador. Es la manera que permite cambiar algo para que nada cambie.

La imaginación política, para ser una opción superadora de la mediocridad, debe necesariamente estar inscripta dentro de un contorno lógico fundamental: la transformación. Así se entiende entonces, la imaginación es un elemento fundamental para la transformación.

En Argentina nuestra gran frontera de la imaginación está integrada por una tríada del pensamiento mágico: el campo, creer que somos “la Europa de Sudamérica” y la brutal convicción de que somos un pueblo elegido por el destino pero demasiado vagos para asumirnos como tales.

En el caso del campo es muy gráfico: no somos capaces de imaginamos sin el campo y cuando nos imaginamos con el campo somos presos de su actualidad. Un sueño necesario yace en la posibilidad de generar dos modelos económicos paralelos, uno estático o de emergencia, para la satisfacción de lo básico, y el otro dinámico o de desarrollo, para el progreso. Sin embargo, estamos en emergencia permanente desde hace 30 años.

La Europa de Sudamérica ha sido una trampa para el progreso. Creemos que somos europeos por la arquitectura de nuestros edificios o tal vez porque hablamos español y nuestros abuelos eran italianos. Es una frontera que nos impide pensar una respuesta autóctona y genuina, que no debe ser necesariamente original y que a su vez debe tener la capacidad de integrarse a un mundo que cada vez está un poco más unido.

El pueblo elegido constituye una de las grandes mentiras. Somos un pueblo cuyos representantes del Gobierno Nacional consideran que existe un “antipueblo”, que ha construido una estética alrededor de la idea de “ser pobre está bien” y que “progresar es malo”. Que si no tenés cuidado podés convertirte en gorila. Es muy difícil pensar la transformación y el progreso en los términos de que somos un pueblo signado por lo divino.

La imaginación sirve para superar esta tríada: une, consensúa, genera cooperación, fortalece lo hipotético, contempla lo posible. Cuando no hay imaginación triunfan el prejuicio y la irracionalidad de la convicción, de lo estático, de la creencia de que todo siempre es lo mismo, que no hay que cambiar. La imaginación no grita ni se impone por la fuerza, capta la atención.

Es en este sentido que la revolución que plantea el Gobierno Nacional nunca puede ser transformadora porque es realizada por quienes se jactan de su “forma de pensar”, porque incluso aceptando que esta forma sea sana, no puede haber un cambio de rumbo en quienes nunca se equivocan o admiten lo posible.

La imaginación política puede ser la opción que, unida al coraje, puede generar un anclaje en el que podamos ponernos de acuerdo quienes tenemos valores distintos y aspiraciones similares respecto al futuro.

Todo lo que pueda ser dicho en tono taxativo generará inevitablemente una respuesta de idéntico tamaño y mayor o menor fuerza del otro lado. La imaginación junto a la cooperación y el coraje pueden generar que al menos generacionalmente empecemos a pensar nuestra política a través de una moral sin dogmas.