La revolución de los humildes

Martín Yeza

Es muy común considerar a la revolución del 25 de mayo de 1810 y la independencia del 9 de julio de 1816 por separado, cuando en realidad son parte de un mismo proceso. Son los dos grandes hitos que nuestra historia recuerda y enseña desde la primaria para forjarnos y formarnos como ciudadanos argentinos, amistados con la importancia de nuestra independencia cultural, económica y política, que simplifica el jurista alemán Savigny con la idea de “volksgeist” para referirse al “espíritu del pueblo”, inherente y presente inconscientemente en toda cultura.

El proceso revolucionario e independentista nacional fue una versión latinoamericana de lo que dos y tres décadas atrás había ocurrido en Francia y Estados Unidos de América. Todas ellas fueron realizadas por hombres notables, sobre los que el revisionismo histórico seguramente podrá buscar y remover sobre cuán cierto es o no que verdaderamente lo sean. En ese sentido me gusta mucho una respuesta que dio el célebre escritor Tenessee Williams a la revista Playboy en los ‘70: “If I got rid of my demons,  I’d lose my angels” –si me deshago de mis demonios, perdería mis ángeles-. Todos los demonios que quieran endilgarles a los grandes hombres de nuestra revolución e independencia se los voy a conceder, pero nadie podrá discutir sus virtudes.

Todos ellos han tenido la suficiente cuota de humildad como para compartir un sueño que los trascendió personalmente -y por eso con justicia los recordamos, si acaso ello tuviera alguna utilidad-; pero también fueron cultos, muy cultos, instruidos en distintas disciplinas humanísticas; curiosos por los avances y desarrollo de la ciencia; sensibles a la importancia que tiene enriquecer el espíritu con el arte en sus distintas expresiones; también formados, por una necesidad de época, en el arte de la guerra; y cosmopolitas, pendientes de lo que estaba aconteciendo en el mundo y muy curiosos respecto de las formas posibles del progreso que mostraba el mundo de aquellos años.

En tiempos como los que corren, el recuerdo de estas personas excepcionales que pensaron y sentaron las bases de nuestra cultura nacional ocasiona un momento de reflexión involuntaria y placentera. Nos convence de que por más adversas que sean las condiciones, por más fuertes que sean los lazos de quien domina y ejerce el poder, y por más lejos que se encuentre la luz al final del túnel siempre es posible progresar.

Pensar el proceso revolucionario por la independencia me regala en esta proclama de principios que Mariano Moreno escribiera en su Plan revolucionario de operaciones una síntesis perfecta: “Trabajé para mi Patria siempre poniendo: voluntad, no incertidumbre; método, no desorden; disciplina, no caos; constancia no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad, no condescendencia”.