Por: Muriel Balbi
En todo el mundo ha generado estupefacción la cantidad de días que la administración de los EEUU ha permanecido prácticamente clausurada. Este conflicto -generado por la incapacidad de los políticos de llegar a un acuerdo que le evite más inconvenientes al ciudadano de a pie- no parece propio de una gran potencia mundial, de quien se espera que dé cátedra de administración prolija y previsible.
Precisamente, parte del precio pagado en esta crisis es el daño a la imagen de los EEUU. Claro que también están los costos materiales concretos que se calculan en mil millones de dólares por semana. Esto quiere decir que las dos semanas de shutdown equivalen a las pérdidas producidas por el huracán Katrina, pero con la gran diferencia de que no se trata de una catástrofe natural, sino de una acción totalmente evitable y que es vista por los norteamericanos como capricho e ineptitud de los políticos.
En el centro de la tormenta: el “Obamacare” aprobado en 2010, respaldado por el pueblo en las urnas y ratificado por el Tribunal Supremo. Una ley que no es “una más” para el presidente. Gran parte de la energía que lo ha impulsado toda su carrera política ha sido, precisamente, llegar algún día a generar un cambio en el actual sistema de salud de los EEUU. La motivación nació hace años, en lo que debe haber sido la mayor pérdida personal sufrida por Barack Obama: la muerte de su madre. El día que firmó la ley dijo: “lo hago en nombre de mi madre que luchó contra las compañías aseguradoras hasta el último día de su cáncer”.
Desde entonces, y durante toda su carrera política y campaña a la Casa Blanca, la reforma sanitaria siempre estuvo en sus propuestas. Sin embargo, también hay un gran caudal de energía en contra de esta reforma. En estos últimos días se escucharon palabras muy fuerte de los republicanos llamándola “ley para matar a los niños, mujeres y ancianos norteamericanos”, “la peor ley de la historia de los EEUU” o “una ley que destruirá a los EEUU”. El ala republicana más conservadora se le resiste con fuerza, al punto de arrastrar al país a la crisis política. El Tea Party le declaró la guerra al Obamacare y afirmaron que hará todo lo posible para que no pueda implementarse, incluso por encima de los intereses del Estado.
Pero esta ley que, por primera vez, mira a la cara de los 50 millones de estadounidenses que no tienen seguro de salud y que podría resolver la situación irregular de varios de ellos por medio de diversas facilidades y subsidios (y multándolos si se quedan sin seguridad social), no es convenientes para todos. Por un lado, tendrá un impacto en los impuestos, que no todos quieren absorber, ya que lo consideran una intromisión del Estado en las libertades de elección y un daño a la economía nacional. Pero, sobre todo, también afecta a los intereses de una industria gigantesca y de fuerte lobby, que es la de las aseguradoras de salud.
Con la reforma sanitaria, estas compañías no podrán, por ejemplo, tener un seguro más caro para las mujeres que para los hombres. Y algo muy cuestionado y discutido, no sólo en EEUU sino en muchos otros países, como el nuestro: las llamadas “condiciones preexistentes”. Con esta ley no podrán discriminar a personas con enfermedades diagnosticadas que quieran afiliarse, sino que deberán aceptarlas y brindarles el servicio. Detrás de esta crisis, como en muchos otros hechos de la vida cotidiana, están los intereses egoístas y económicos que explican gran parte de lo que sucede a nuestro alrededor.