Por: Muriel Balbi
Las cosas a veces suceden así. Un caso en particular, uno más entre miles, posee un relieve, un rasgo característico que lo destaca del resto y que lo hace saltar a luz pública generando una catarata de repercusiones que sorprende incluso a lo más expertos observadores. Ocurre, por ejemplo, cuando una problemática conocida por todos adquiere rostro, nombre apellido, dimensión humana. Es lo que pasó en Francia con el caso de una familia gitana deportada a Kosovo. La forma en la que la policía arrestó a una de sus hijas de 15 años, en el estacionamiento de la escuela cuando todo su curso volvía de una excursión, hizo que se conozca el nombre de “Leonarda Diprani”, que se sepa que es una buena alumna, que habla perfecto el francés y el italiano, que tiene un novio en el país y una familia numerosa que ha tratado de trabajar y de integrarse en los lugares en donde ha vivido y que cargan sobre sus espaldas un historial de huidas y persecuciones –la mujer y los niños, nacidos en Italia, tuvieron que escapar de las deportaciones de gitanos ordenadas por Berlusconi-.
El hecho, que en un primer momento despertó la solidaridad de los estudiantes que salieron a las calles a repudiar el accionar del gobierno, está desencadenando consecuencias políticas trascendentes. La imagen del presidente François Hollande alcanzó su mínimo histórico, incluso por debajo del peor porcentaje registrador por su antecesor, Nicolás Sarkozy. Es que la opinión pública está castigando duramente su actitud titubeante -pasó varios días sin pronunciarse sobre el tema y, cuando lo hizo, propuso la descabellada y cruel idea de permitirle a Leonarda volver a Francia a estudiar pero con la condición de hacerlo sin sus padres ni sus cinco hermanos de entre 17 años y 17 meses-.
Quien sí le está sacando partido político a la situación es quien la generó, el ministro del interior Manuel Valls, cuyas declaraciones no parecen propias de un miembro de un gobierno socialista. Pero Valls dice lo que la mayoría de la gente quiere escuchar: “nada me hará desviarme de mi camino, la ley debe aplicarse y esta familia no debe volver a Francia”. Es que en el país de la libertad, la igualdad y fraternidad ocurre lo que en la mayoría: cuando la economía marcha mal, cuando hay desempleo, cuando la inseguridad preocupa, nada más fácil que poner toda la culpa en “el otro”, “el extranjero”, “el de afuera”. Siempre hay un político dispuesto a capitalizar la confusión y esta simplificación de problemas que son mucho más complejos.
La actitud de Manuel Valls tomó por sorpresa a Hollande y fracturó al PS (Partido Socialista). Pero nada detiene su gira por el país con su discurso -con pretensiones presidenciales- lleno de falacias xenófobas, tan tristemente trilladas, como que el problema de los extranjeros es que “su cultura es muy distinta de la nuestra. No se quieren integrar. La única solución es devolverlos a sus países”. Mientras tanto, la dureza del “primer policía de Francia” no ha hecho más que catapultarlo en las encuestas: según el Journal Du Dimanche a Valls lo apoya el 89% de los votantes de derecha y nada menos que el 68% de quienes, se supone, tienen ideas socialistas. Así, Valls, a pesar de sostener que es necesario luchar contra la extrema derecha, acaba copiando su discurso, lo cual le está redituando en un apoyo masivo traducible, claro está, a un importante caudal de votos.