Civiles en armas contra los narcos

Muriel Balbi

Es la postal de lo que ningún país desea para sí. La pérdida del monopolio de la fuerza por parte del Estado es la muestra palpable y dramática de una realidad que llevará mucho tiempo y sangre tratar de revertir. Mientras el narcotráfico impone su reinado de terror y muerte en México, los ciudadanos, hartos de las extorsiones, los robos, los secuestros y las violaciones, decidieron levantarse en armas ante la pasividad, falta de respuesta  y corrupción de las fuerzas de seguridad.

El nuevo fenómeno se denomina “grupos de autodefensa” y operan (o han tomado) varios municipios de Michoacán y Guerrero. Se trata básicamente de campesinos y comerciantes que, cubriendo sus rostros con capuchas negras, toman armas de grueso calibre y llevan a cabo actividades como patrullaje, revisión de vehículos, permiso para circular, pedido de documentación, detención de personas y hasta cateo de viviendas. De estos grupos participan también mujeres y niños, a veces operando como apoyo en la logística, otras, empuñando las armas ellos también. Así es como arriesgan sus vidas, no sólo en las inseguras y violentas calles, sino incluso en trincheras en donde se llevan a cabo intercambios de disparos y granadas, propios de una guerra.

Es el modo que encontraron los ciudadanos para intentar defenderse del embate incesante del cartel de los Caballeros Templarios que ha tomado para sí la zona de Tierra Caliente, un lugar estratégico al oeste de México por donde ingresa la droga al país para seguir su curso hacia el norte. Se trata de un punto disputado también por otros grupos criminales como el cartel de Jalisco Nueva Generación. Un conflicto que no es nuevo sino que data del gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), cuando comenzó a operar allí el cartel Familia Michoacana.

Hoy, es el actual presidente, Enrique Peña Nieto, quien ha encontrado en estos grupos de autodefensa (que ya comenzaron a surgir en otros estados más como Chiapas, Oaxaca, Veracruz y Jalisco) a un aliado incómodo para contener ciertos municipios donde los gobiernos locales son rehenes o cómplices del crimen organizado.

La relación de las autodefensas con las autoridades es fluctuante. Hay comunidades en donde las fuerzas de seguridad se han replegado completamente y son estos grupos de civiles los que ejercen el poder de policía (incluso se han hecho de sus coches de patrullaje y armas). En otros, conviven y cooperan a pesar de varias amenazas de las autoridades de ponerles coto. “No vamos a caber en la cárcel si el gobierno nos va a encarcelar”, declara un miembro de la Autodefensa Regional de Michoacán a un periodista de televisión. “Ya no confiamos en la policía, tampoco usted con esa cámara puede hacer nada porque los narcos ya están matando a todos los reporteros”.

Pero el poder corrosivo del narcotráfico se extiende como una mancha venenosa. Corrompe a los municipios, a los políticos, a los jueces, a las fuerzas de seguridad e incluso a los grupos de autodefensa en donde se han detectado la infiltración de miembros de otros cárteles que le disputan el dominio a los Caballeros Templarios.

También ha expresado su preocupación por este fenómeno la Comisión Nacional de Derechos Humanos, debido a las actividades que llevan adelante los grupos de autodefensas que, según ellos, se diferencia muy poco del modus operandi de los grupos paramilitares.

Una situación que parece tener lugar en Sodoma pero que es realidad en un país de nuestra región y que nos muestra, con crudeza, las cosas que nos pueden pasar cuando la violencia, el descontrol y crimen organizado ganan el terreno frente al retiro del Estado, no sólo en su poder coercitivo, sino en el deber de brindar educación, salud, infraestructura, crecimiento, paz y futuro a sus ciudadanos.