Por: Muriel Balbi
“Del pueblo argentino no nos va a separar ni Dios. Así que vamos a estar juntos siempre”. Esas fueron las palabras sentenciadas por el presidente uruguayo, José “Pepe” Mujica, en recientes declaraciones al diario La República en las que también reconocía dificultades en las relaciones bilaterales que “en algún momento tendremos que arreglar y si no arreglamos, los gobiernos cambian y los pueblos quedan”. Pero ¿es posible que los roces, las desavenencias y las suspicacias entre mandatarios no afecten, de algún modo, la unión de dos pueblos vecinos y hermanos? ¿No se puede esperar que los dichos y reacciones de los líderes cuelen en su gente?
Desde hace tiempo, el trabajo o el placer me han llevado a viajar más de una vez al año a Uruguay. Puedo decir que nunca -ni siquiera en tiempos de manifestaciones contra la instalación de la pastera Botnia y de corte de pasos fronterizos- noté sentimientos de rivalidad o resquemores contra quienes estamos en “la otra orilla”. Pero, conforme fue pasando el tiempo, tengo la sensación de que esto ha ido cambiando, al menos en alguna gente.
A esa impresión la vi materializada, varias veces, en mi última estadía en el vecino país. Por ejemplo, en el excesivo desprecio hacia el peso argentino. ¿Se trata solamente del reflejo de una realidad económica pura y dura, o hay otros aspectos de la argentinidad que se han visto depreciados, a la par de su moneda?
Parte de la respuesta a esta pregunta, que aún ronda mi cabeza, se apareció frente a mí mientras caminaba por una zona portuaria, durante un día de intenso calor. Un pescador uruguayo destripaba corvinas sobre un mostrador. En él, había apoyado una manguera que le proporcionaba un chorro permanente de agua para lavar la sangre y las viseras que afloraban con cada cuchillada. Un adolescente argentino, con una botella vacía, se acercó y le pidió, en términos muy amables, si le hacía el favor de recargarla. El hombre se limitó a mirarlo con desprecio y le dijo que no. Ante el silencio por estupefacción del jovencito -porque “un vaso de agua no se le niega a nadie”- ensayó una serie de explicaciones carentes de sentido, hasta que escupió el verdadero motivo. Así, recitó una interminable lista de insultos contra Cristina Fernández de Kirchner, en la que la acusaba de traidora y de querer perjudicar al pueblo uruguayo. Pero lo que llamó mi atención no fueron ni su concepto sobre la presidente, ni la desconfianza hacia ella, ni su desbordante desprecio, sino las palabras que utilizaba para describirla: eran las mismas descalificaciones que se escaparon de la boca de Mujica, cuando dijo “esta vieja es peor que el tuerto”. Los insultos sobrepasaron la figura presidencial y decantaron hacia todo el colectivo de “los argentinos” a quien, otro presidente, Jorge Batlle, calificó como “una manga de ladrones del primero al último”.
Del otro lado, los Kirchner contribuyeron con creces para que las relaciones entre ambos países hoy se encuentren “estancadas”. También vertieron conceptos desafortunados, como cuando la presidente dijo que José Artigas, el prócer oriental, “quería ser argentino pero no lo dejamos”.
Argentinos y uruguayos somos cercanos, “parte de lo mismo”, pueblos hermanos si los hay. Pero son sus mandatarios los primeros que, en los dichos, y en los hechos, deben alimentar esa hermandad de la que ambos pueden beneficiarse.