Por: Muriel Balbi
Dicen que el primer paso para resolver un problema es reconocerlo. Ojalá esto se haga realidad ante el flagelo de la desigualdad económica que, recién ahora, está comenzando a ser un tema de fuerte consideración al interior de los organismos internacionales, gobiernos, organizaciones no gubernamentales e incluso en la Iglesia (con el giro impulsado por el nuevo Papa, Francisco, quien envió a una carta a Davos expresando la necesidad de “crecer con igualdad, más allá del puro crecimiento económico”).
Lo propio se refleja en el mundo académico, donde comenzaron a proliferar trabajos sobre esta cuestión. Como advierte el economista y ex director del diario El País; Joaquín Estefanía, “si se repasan manuales de Economía de las últimas tres décadas, en ellos las cuestiones relacionadas con la extrema riqueza y la extrema pobreza o no están, o figuran tan sólo en las páginas colaterales”. Hasta el FMI alerta ahora sobre esta problemática, a pesar de que antes, su antigua directora, Anne Kruger, sostenía que “parece mucho mejor centrarse en el empobrecimiento, que en la desigualdad”.
Vale aquí reconocer que, en otros aspectos, el mundo supo mejorar, al punto de llegar a cumplir con los ambiciosos objetivos de la Declaración del Milenio, pensada por 189 jefes de Estado, un 8 de septiembre de 2000, en la ciudad de Nueva York. De entonces a hoy, la mortalidad infantil se redujo un 30%., 500 millones de seres humanos salieron de la pobreza extrema y 200 millones accedieron al agua potable, cloacas y viviendas dignas. Se trata de cifras históricas que regocijan, pero que no alcanza.
A pesar de estos logros y del crecimiento económico mundial, la brecha entre los que más tienen y los que menos tienen se ha ampliado a nivel global. Tal como lo reconoció Barack Obama “la desigualdad es el mayor desafío de muestro tiempo”. Así, en los EEUU, desde los años ´70, los salarios reales de la mitad de los trabajadores que menos ganan se vieron estancados o reducidos, al tiempo que los ingresos del 1% más rico se cuadruplicaron; antes el 10% de los ciudadanos más acaudalados se hacían del 30% del ingreso nacional, ahora se quedan con el 50%. Lo mismo ocurrió, entre 2008 y 2013, en la gran mayoría de los países desarrollados y en Latinoamérica, tal como consta en el Informe 2013 publicado por el Programa de Desarrollo Humano de Naciones Unidas sobre el Indice de Desarrollo Humano (IDH) y seguridad ciudadana.
Las cifras globales son escandalosas al punto de quitar el apetito. Hace días quedaron expuestas en un informe presentado por la organización humanitaria, Oxfam: los 85 multimillonarios más ricos del mundo ganan lo mismo que el 50% de todos los pobres del planeta, es decir, 3500 millones de personas.
La preocupación se hizo escuchar en el Foro Económico de Davos donde, los buenos augurios de recuperación económica mundial y de mayores beneficios para las empresas y mercados de valores, se ensombrecieron con los pronósticos de desempleo y congelamiento de los ingresos. Así, según adelantó Guy Ryder, Director General de la OIT, en el informe Tendencias Mundiales del Empleo 2014 que presentará esta semana, quedará claro que “la modesta recuperación económica no se ha traducido en una mejoría en los mercados laborales en la mayoría de los países” y que “la desigualdad se refleja en los ingresos deprimidos de la mayoría de las familias y por lo tanto frena el crecimiento del consumo, lo cual a su vez limita el crecimiento económico”.
¿Pero por qué surge ahora el interés por este tema? ¿Estamos asistiendo a un cambio de paradigma? ¿Se están estrellando contra la pared aquellas doctrinas neoconservadoras, fomentadas por Bush, Pinochet, Tatcher, que salieron triunfantes después de la caída del muro de Berlín y que continuaron atravesando décadas y países? Habrá que dejar correr más agua debajo del puente para poder saberlo a ciencia cierta.
La buena noticia es que la problemática de la desigualdad económica y las formas de resolverla están ahora en la agenda y en alguna parte de la cabeza de quienes toman las decisiones. ¿Los motivos? Son varios. Por un lado, el puramente moral y ético, por la vergüenza y la indignación que genera. Por otro, el económico, con diversas investigaciones (Hovell, Bernstein, Kluger,Stiglitz, Krugman) que demuestran su impacto negativo en el crecimiento económico y el daño al consumo, a la vez que favorece las burbujas crediticias y las crisis financieras. Pero también el social, porque estanca la movilidad social, genera violencia e inseguridad y debilita las democracias ya que la elite económica ejerce un poder tal que mueve el pulso a los Estados en la definición de sus políticas.
Pero es el Estado la entidad que, por excelencia, debe tener a su cargo la reducción de la desigualdad. Para hacerlo, “necesita fondos con los que financiar inversiones en salud, empleo, educación o seguridad social”, como sostiene John Christensen de Tax Justice Internacional. Sin embargo, desde la década del ’70, la carga impositiva para los ricos se vio reducida en 29 de los 30 países que poseen estadísticas para la comparación. Para colmo de males, gran parte de esta riqueza concentrada ni siquiera tributa y va a parar a los paraísos fiscales cuyas operaciones se incrementaron exponencialmente, acaparando, según The Economist, unos 20 millones de millones de dólares, es decir, casi el doble del PBI de la principal potencia económica mundial.