Por: Nicolás Tereschuk
En un muy citado trabajo de 1991, el politólogo Guillermo O’Donnell se refirió a lo que consideró como un “nuevo animal” en la política de la región, al que denominó “democracia delegativa”. O’Donnell buscaba entonces caracterizar a regímenes como el que encarnaban Carlos Menem y Alberto Fujimori.
Decía por entonces O’Donnell:
“Las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido sólo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y por un período en funciones limitado constitucionalmente”.
En aquel trabajo, el académico separaba las “democracias institucionalizadas” o representativas de las “delegativas”. En ambas existe una rendición de cuentas “vertical”, aquella que ejercen los ciudadanos con su voto. Pero sólo en las primeras hay “una red de poderes relativamente autónomos; es decir, otras instituciones, que pueden cuestionar, y finalmente castigar, las formas incorrectas de liberar de responsabilidades a un funcionario determinado”. Una rendición de cuentas y controles “horizontales”.
Como ejemplos de democracias institucionalizadas en la región, O’Donnell menciona a Chile y Uruguay, en la región, y también a España y Portugal, al hablar de aquellos países en los que se registraron “transiciones” a la democracia.
En aquel trabajo, O’Donnell brinda una serie de definiciones acerca de qué son las instituciones democráticas. Pondera su existencia, aunque admite también los “grandes costos” que conllevan. Entre ellos, se refiere, por ejemplo al hecho de que las instituciones permiten la “representación a algunos participantes del proceso político y excluir a otros”. Las prefiere, claro, a los fenómenos del “clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción”.
“Debido a que las políticas son ejecutadas por una serie de poderes relativamente autónomos, la toma de decisiones en las democracias representativas tiende a ser lenta e incremental y en ocasiones proclive al estancamiento. Sin embargo, por la misma razón, dichas políticas generalmente son inmunes frente a errores flagrantes, y cuentan con una probabilidad razonablemente alta de ser implementadas; más aún, la responsabilidad por los errores suele compartirse ampliamente”, indica O’Donnell.
¿Podrá ser que los claroscuros, los “costos” que conllevan los altos niveles de institucionalización estén afectando en los últimos años a países como Chile y España?
Ocurre que por una serie de fuertes demandas surgidas en el último lustro de la sociedad civil, el sistema político se ve en esos países ante la necesidad de impulsar cambios que modifiquen el entramado institucional que rigió las últimas décadas de “transición” y “consolidación” democrática.
Así, Michelle Bachelet promete en Chile una reforma constitucional que “reconozca y garantice derechos de los chilenos”. En el programa que presentó durante la campaña electoral señala que la carta magna actual se basa en la idea de una “desconfianza a la soberanía popular”.
“De allí las diversas limitaciones a la voluntad popular mediante los mecanismos institucionales de contrapesos fuertes a dicha voluntad, siendo el ejemplo más evidente el mecanismo de los quórum contramayoritarios para la aprobación y modificación de las leyes importantes. Ello no es propio de un sistema democrático; contribuye a la deslegitimación del sistema político; y actualmente constituye un freno al desarrollo del país, y a su gobernabilidad”, señala.
El programa de Bachelet propone una reforma de fondo que incluya el reconocimiento de nuevos derechos y garantías, así como modificaciones en el sistema político que permitan mayor representatividad. Prometió que la reforma se dará en el marco de un proceso “democrático, institucional, y participativo”, aunque todavía hay dudas de cómo se llevará adelante.
En tanto, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) planteó en su última conferencia política un “giro a la izquierda” a nivel interno e impulsó propuestas de reforma institucional profundas como la incorporación a la Constitución de los derechos a la Sanidad y a la Protección Social. El diario El País definió la estrategia como una “renovación radical” del programa socialista y una “vuelta a los orígenes perdidos”.
Habrá que ver en qué medida estas fuerzas políticas -la Nueva Mayoría de Bachelet se dispone a regresar al gobierno- pueden llevar adelante reformas de fondo, a la altura de las expectativas ciudadanas, en un marco de altos niveles de institucionalización poco propensos a los cambios y los giros más o menos intensos.