En el transcurso de esta semana estuvo presente en el debate mediático la cuestión de las retenciones. En opinión de algunos dirigentes de la oposición y representantes sectoriales de las patronales agropecuarias, la existencia de derechos a la exportación de productos agropecuarios sería un impuesto distorsivo, que presionaría sobre los beneficios de los productores, desincentivando la inversión, e impidiendo el desenvolvimiento de todo el potencial del “campo” argentino, además de ser un perverso mecanismo que utiliza el gobierno para hacer “caja”. Sin embargo, estas declaraciones hablan más de intereses sectoriales que de un análisis serio de lo que realmente sucede en el sector.
En primer lugar está el argumento de “hacer caja” del gobierno. Pero, según informo la AFIP para el total del 2013, los derechos a la exportación totalizaron $ 55.465 millones, un monto nada despreciable aunque, en comparación con el total de lo recaudado durante el año, solo representaron un 6%. Por ello, la contribución de los derechos de exportación a la financiación del gasto público es baja en relación a los otros impuestos. Conceptos como las contribuciones a la Seguridad Social (aportes del empleo registrado) contribuyeron en un 32%, el IVA en un 26% y Ganancias en un 20% sobre el total.
Por otro lado, está el argumento “distorsivo”. Sin embargo, al igual que cualquier impuesto, el Estado transfiere recursos de aquellos que tienen capacidad contributiva y lo redistribuye con los pagos de jubilaciones, asignaciones y haciendo obra pública. Es más, en el caso de las retenciones tiene un rol aún más importante ya que permiten desacoplar la evolución de los precios internacionales redistribuyendo rentas extraordinarias hacia los consumidores mediante menores precios internos.
La característica más importante de la existencia de las retenciones es que permiten modificar el esquema de rentabilidad al interior del sector agropecuario, incentivando la producción de unos cultivos por sobre otros. En el gráfico a continuación se muestra la evolución de la superficie sembrada para maíz, trigo, girasol y soja (85% de la superficie sembrada total), el tipo de cambio nominal (TCN), los precios internacionales de la soja y el valor de la hectárea de tierra para el periodo 1990-2000 y para 2001-2012.
Durante todo el período la soja fue el cultivo que más se expandió por sobre todos los demás. Esta fuerte expansión de la superficie sembrada se explica tanto por suba de los precios internacionales y la devaluación del tipo de cambio como por la adopción del paquete tecnológico de la soja resistente al glifosato. A su vez, esta expansión fue en detrimento de otros cultivos y producciones tradicionales.
Por ello, este cambio estructural aleja la realidad del sector agropecuario nacional de la noción tradicional de país “granero del mundo”. No solo porque la soja no es apta para el consumo humano de manera directa, sino que por su alta rentabilidad obliga a que el resto de los cultivos, producidos por pequeños y medianos chacareros, a pagar arrendamientos medidos en soja, encareciendo la producción de alimentos local, quitando poder adquisitivo al salario y potencial de crecimiento al mercado interno.
Una disminución del esquema de retenciones, al igual que una devaluación brusca, generaría una suba de los precios locales de los alimentos, afectando tanto a los consumidores finales como al resto de los productores agropecuarios incrementando el precio que deben pagar de sus arrendamientos medidos en soja, y solamente beneficiaría a los sectoriales de especuladores y propietarios de tierras con ganancias extraordinarias, a la vez que desfinanciaría al Estado. Es por ello que la discusión sobre las retenciones es por sobre todo una discusión distributiva y representa, como ninguna otra, los intereses detrás de qué modelo de país queremos.