Por: Patricia Bullrich
Para promover cambios, primero tenemos que conocer cuál es la realidad nacional. Argentina ha dejado de ser un país con un sistema bipartidista. Hoy, la gran cantidad de fuerzas políticas y la presencia omnipotente de un partido predominante como el peronismo conspira contra quienes creemos en la institucionalidad. Este sistema, con un partido macrocefálico y partidos fragmentados condujeron a una Argentina centralista, con concentración de poder, con caudillismos y sus consecuencias sociales: pobreza y un desarrollo con baja competitividad y productividad. Es decir, un sistema político que es a la vez fragmentado y hegemónico y sobre todo ineficiente para construir un futuro de progreso permanente.
Las principales características del peronismo se exhiben en la búsqueda de pretender ser oficialismo y oposición, izquierda y derecha, simultáneamente; lo que coloca al sistema en enorme peligro, donde no hay debates para la alternancia y la sucesión en el poder, porque todo queda en familia. El 2003 nos dejó una clara muestra de cómo se opera internamente. El primero y el segundo fueron peronistas con un prefijo distinto al sufijo “ismo”. De Menem a Duhalde; de Duhalde a Kirchner. Una vez en el poder buscó consolidarse hegemónicamente al interior del movimiento y asimilando los territorios radicales, socialistas, liberales y de izquierda: navegó por la llamada “transversalidad”, a conquistar nuevos continentes políticos.
Fue tal el grado de polarización dentro del espacio que el kirchnerismo habilitó a los denominados peronistas disidentes. Lejos de ser la primera vez, desde 1945 el “aparato” se nutre de fuerzas que le amplían sus fronteras y fragmentan a los otros; desde cuantiosos y conocidos radicales en 1945 hasta comunistas y liberales en el siglo XX y XXI, hemos visto dos fenómenos recurrentes: la penetración del peronismo para debilitar al resto de los partidos y obtener la representación “única de la Nación”, la incapacidad de terminar mandatos del radicalismo y hasta la corta vida de las terceras fuerzas.
A la vez, el partido más tradicional de todos, el de mayor historia, perdió terreno y naufraga en la política nacional desde 1995. El radicalismo no puede garantizar gobernabilidad, debido a los pasos en falso que dio cada vez que tuvo la posibilidad de gestionar. Ello conlleva a la escasa o nula confianza social en su capacidad para el manejo y administración del poder, y la falta de marcas de gestión distintivas de sus administraciones provinciales, que lo asemejan a los manejos caudillistas y populistas del peronismo. Zamora, Alperovich y Closs son una muestra de ese camino, no lo son menos las gestiones radicales que no demuestran diferencias remarcables en el manejo del poder con el peronismo. En treinta años de democracia es difícil distinguir las diferencias entre un gobierno radical provincial y uno peronista.
Emergen de esta elección cuatro interpretaciones de cómo presentarse en las elecciones del 2015, dos de ellas son vías peronistas: el oficialismo se divide para sustituirse a sí mismo, lo que lo vuelve a colocar en el partido predominante. Otra posibilidad es la vuelta del radicalismo y su cultura de partido alérgico al poder, cargando la mochila de la incapacidad para gobernar, con aliados socialistas y fuerzas distritales. La última apuesta a un camino de autonomía que busca parecerse más a las experiencias uruguaya o brasileña, donde fuerzas que parecían no poder gobernar el país tomaron envión y confianza a partir de exitosas gestiones locales: Montevideo, Porto Alegre y San Pablo le dieron el pasaporte a Tabaré primero y a Mujica después. Y a Lula y Dilma en Brasil. Nunca estos partidos hubieran podido llegar al poder sólo desde el discurso: precisaban asentarse sobre capacidades de gestión, de confianza, de manejo político. Esas fueron sus plataformas para luego dar el siguiente paso. Fueron salidas autónomas a lo preexistente. No se basaron en las estructuras políticas reproductoras de la cultura política dominante en cada uno de los países, sino que apostaron a abrir una brecha y consolidarse sin usar de bastón a los tradicionales partidos, aunque hayan tenido componentes de ellos. El eje peronismo-antiperonismo que hoy se escucha en el discurso radical- socialista no es el eje del futuro, porque esta alternancia hasta ahora ha generado frustraciones.
Animarse a la tercera vía es un desafío histórico, sin usar las estructuras tradicionales pero sí dando lugar a todos aquellos que de buena fe han pensado y actuado en consonancia con procesos democráticos y republicanos proviniendo de otras fuerzas políticas. Unión por Todos, PRO y fuerzas provinciales, más ciudadanos independientes, muchos ciudadanos que han salido a las calles, estamos embarcados en esta idea: sostener un cambio profundo que penetra la cultura del poder para transformarla en una gestión con más poder del ciudadano y más República. Para ello la construcción de un espacio diverso, pero institucional, con reglas claras de democracia interna y participación abierta serán claves fundamentales para competir contra aparatos consolidados. Es un desafío que deberá ser acompañado por la gente. Para el 2015 falta mucho, pero para emprender un camino hay que empezar a caminar.