Por: Ricardo Gil Lavedra
A principios del siglo XX, Charles Evan Hughes, entonces gobernador del estado de Nueva York, quien fue también presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, dijo famosamente: “Vivimos bajo una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”. En sentido similar, un presidente norteamericano, Woodrow Wilson, calificó a la Corte de su país como “una convención constituyente en asamblea permanente”.
Tal es la importancia del más alto tribunal. Un poder semejante debe ser ejercido con prudencia, cuidando de no excederse de sus confines estrictamente jurisdiccionales para no invadir esferas de decisión que corresponden a los representantes del pueblo. Pero, cada vez que los otros poderes se extralimitan y vulneran la Constitución, todos los jueces -y en particular, la Corte Suprema, que es el último intérprete de la ley fundamental- deben ejercer sin titubeos el papel que les corresponde.
Es lo que hizo hace unas horas el alto tribunal. En una sentencia impecable, de sólidos e incontrovertibles fundamentos, confirmó el fallo de la jueza electoral Servini de Cubría que había declarado la inconstitucionalidad de varios artículos de la reciente ley que reformaba el Consejo de la Magistratura. No habrá, como no debía haber, elecciones populares por parte de toda la ciudadanía de representantes de jueces, abogados y académicos. La incompatibilidad entre esa ley y el artículo 114 de la Constitución es manifiesta. No hace falta ser un avezado constitucionalista para comprobarlo.
El kirchnerismo quiso avasallar la independencia del Poder Judicial. Sin jueces independientes la misma democracia puede ser una ficción. La Corte Suprema acaba de recordarle al Poder Ejecutivo, inspirador de este inadmisible atropello, que no hay 54% que valga si lo que se pretende es violar la Constitución. Celebremos esta bocanada de aire fresco. Celebremos que seguimos viviendo en libertad.