Por: Ricardo Romano
Si hay un signo por excelencia de la degradación de la política –tanto en el plano del debate como de la práctica- en estos últimos años, éste es sin dudas la reivindicación del populismo en la cual se solazan varios personeros del Gobierno, como si no se tratase de una deformación de lo popular. Incluso de su contradicción.
Un pensador que goza del favor oficial ha llegado al ridículo de decir que “el populismo no es ni bueno ni malo”, lo que habla a las claras de su rigor intelectual.
Jactarse del populismo equivale a jactarse del cortoplacismo, la demagogia y el clientelismo; sus principales rasgos.
El populismo es un atajo que tienta a los dirigentes y los lleva a hacer rápido y mal lo que de otro modo les exigiría reflexión, ponderación, inteligencia, sacrificio de intereses personales de corto plazo, esfuerzo y capacitación.
El populismo no es nacional ni popular, sino una corrupción de ambas categorías.
Porque una política popular es aquella en la cual los intereses de los dirigentes, los de la gente, los del Estado y los de la Nación adquieren un carácter concurrente.
El populismo, en cambio, consagra la supremacía circunstancial de un interés de la gente, en beneficio demagógico del dirigente y en detrimento del Estado y la Nación. El Estado, en el tiempo, queda inerme como prestador de servicios. Y el populismo termina siendo, estratégicamente, un modelo antinacional y antipopular.
En estos diez años de kirchnerismo, hemos tenido todas las muestras de esta deformación y degradación de la política.
El populismo jurídico, que se ocupó más en garantizar los intereses de los delicuentes que los del trabador. Y aspira a exceptuar al Estado de las responsabilidades que le compete como prestador de servicios.
El populismo financiero, que impidió promover una renegociación de nuestra deuda en default que involucrara al tan acusado Fondo Monetario Internacional como tercero en discordia. En cambio, se optó por cancelar la totalidad de la deuda con ese organismo, lo que fue acompañado por un “grito de Independencia” pour la galerie, mientras se trataba como deudor privilegiado al ente denostado en el discurso y se castigaba duramente a todos los demás tenedores de bonos; jubilados argentinos incluidos. El costo de aquella demagogia lo estamos pagando hoy: diez años después, Argentina no tiene crédito externo, corre riesgo de volver a caer en default y, finalmente, tiene que ceder a las tan criticadas exigencias del FMI –nuevo índice de precios, por ejemplo- para aflojar su ahogo financiero.
El populismo consumista se tradujo en la negativa a reconocer y combatir la inflación, con el argumento de que la palabra ajuste jamás se les caería de los labios, y para poder seguir anunciando periódicamente nuevos subsidios y estímulos al consumo, y llevó a la situación actual: el “ajuste” lo impone la realidad y, como siempre que eso sucede, no hay modo de evitar que afecte a los más débiles de la cadena, se diga lo que se diga.
Gracias al populismo energético, la expropiación de YPF –que no nos iba a costar nada y por la cual hasta le cobraríamos multas aRepsol- terminará con el desembolso de 5.000 millones de dólares por una administración que, habiendo heredado un país con autoabastecimiento y superávit en ese rubro, hoy tiene dificultades para pagar la cuenta de las importaciones de energía. El populismo energético subsidió el consumo de los sectores urbanos más acomodados -Capital y alrededores- mientras sacrificaba a los más pobres y al interés estratégico nacional en la materia, desestimulando la producción.
Al populismo del siglo XXI no le faltó su proyección internacional. La afición de la Presidente por el turismo revolucionario definió las prioridades. CFK tuvo su Mayo del 68 en París, se sumergió en los túneles del Vietcong y peregrinó a La Habana, mientras la Argentina iba ganando en irrelevancia internacional.
Toda la política de ”redistribución” oficial estuvo teñida de populismo. Por eso ha fracasado, y diez años de crecimiento a tasas chinas (por el solo hecho de vivir en el mundo) el Gobierno fue incapaz de transformarlo en desarrollo ni reducir la brecha social de modo significativo. Es más fácil dar subsidios que ofrecer servicios de calidad: educación, salud, seguridad. El Gobierno llenó los bolsillos de la gente transitoriamente mientras los chicos salen día a día más ignorantes de la escuela, la atención hospitalaria declina y la vida de la gente –a merced de la violencia delictiva y de la droga- cada vez tiene un valor menor.
El último parche anunciado por la Presidente, como cortina de humo para tapar la brutal devaluación y el ajuste que no tuvo más remedio que poner en marcha, lleva el pomposo nombre de Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (Progresar), pero de programa no tiene nada y sólo es un nuevo subsidio: 600 pesos –devaluados- a jóvenes desocupados con la finalidad de que estudien. En teoría, suena bien. Sin embargo, el sociólogo Javier Auyero –insospechado de neoliberalismo-, aun concediendo que “no está mal otro programa de transferencia de dinero”, apuntó al rasgo esencialmente negativo de este tipo de asistencias. “El problema es que no se invierte en servicios no mercantilizados, como la salud pública, la educación y la vivienda”, dijo. “Estos programas –agregó- se han convertido en la principal estrategia para lidiar con la pobreza [pero], si bien compensan en algo a los más necesitados”, a la vez “están desconectados depolíticas redistributivas más permanentes, elemento constitutivo de cualquier sistema de protección social universalista”.
Es más fácil escrachar a comerciantes y empresarios que defender en serio el ingreso popular, diseñando, por ejemplo, una verdadera política antiinflacionaria.
Es más fácil y efectista anunciar nuevas dádivas que desarrollar un transporte público digno, apostar a la recuperación de la excelencia educativa o invertir en infraestructura hospitalaria.
Es más fácil designar al “campo” (uno de los sectores más dinámicos y competitivos del país) como enemigo que crear las condiciones de previsibilidad y confiabilidad que garantizarían mayores inversiones, y por ende más empleo y más productividad.
Una política antipopular por más votos que junte no deja de ser antipopular. El populismo -ayer de Néstor y hoy de Cristina- es hijo de la tiranía de lo inmediato que por cinco minutos de protagonismo soslayó en el largo plazo los intereses del Estado y de la Nación. Por eso, aun ganando elecciones, no deja de ser esencial, estructural y estratégicamente antipopular.
Salvo que creamos que el costo de tener un Estado que no ejerce el monopolio de la fuerza pública, pero que aspira a concentrar el (monopolio) de la opinión, que ahuyenta la inversión productiva, que no asegura servicios públicos eficientes, que ha dejado degradarse la educación hasta límites inimaginables, y que no ha cuidado nuestra moneda, lo pagan los “ricos” antes que los pobres.