Un 24 de Marzo con Obama e Isabel

Ricardo Romano

Debido a la coincidencia de la visita del presidente de los Estados Unidos al país con el 40 aniversario del golpe militar del 24 de marzo de 1976, representantes de organizaciones de Derechos Humanos abogaron ante Mauricio Macri para que garantice que Barack Obama esté lo más alejado posible del lugar donde se realizarán los actos conmemorativos de la fatídica fecha, porque su presencia podría inducir a disturbios entre los concurrentes, en su mayoría pertenecientes a organizaciones de izquierda.

En este contexto, se impone recordar que el golpe del 24 de Marzo tuvo una impronta más pro-soviética que pro-americana. ¿O qué significó si no la movilización del Partido Comunista Argentino a la Plaza de Mayo en apoyo de Videla? ¿O la defensa que hacía Fidel Castro en la ONU afirmando que la dictadura argentina no violaba los derechos humanos? Hechos que el gobierno militar agradeció y retribuyó al no interrumpir, por ejemplo, el envío de granos a la entonces Unión Soviética, a pesar del embargo cerealero promovido por EEUU con motivo de la invasión de la URSS a Afganistán.

Por ello resulta como mínimo curioso observar el entusiasmo compulsivo por manifestarse en contra de Obama que se ha apoderado de algunos muchachones setentistas que militaron en organizaciones que facilitaron el golpe militar de 1976 con el argumento de que “cuanto peor, mejor”. ¿A quién benefició por ejemplo el asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, a pocos días del triunfo electoral de Juan Perón? ¿A qué intereses sirvió el “pase a la clandestinidad” en plena democracia y la agudización de la lucha militar bajo el gobierno de Isabel Perón, sino a los de quienes querían interrumpir a toda costa la legalidad democrática? Recordemos lo dicho por Rodolfo Walsh el 23 de noviembre de 1976 en un documento crítico a la conducción de Montoneros: “En 1974, cuando murió Perón, queríamos el golpe de Estado para evitar la fractura del pueblo y en 1973 sosteníamos que las armas principales del enfrentamiento serían las militares”.

¿Cuál es entonces la diferencia entre Videla y Firmenich?

No es necesaria ninguna prueba material para observar la colusión del jefe guerrillero, entronizado en la organización luego de la muerte de Aramburu, con el “enemigo” al que decía enfrentar.

Basta mirar con ojos de argentinos de bien nuestro pasado reciente, para observar la connivencia en el plano político, la coincidencia de objetivos y el concurso brindado por la táctica de unos a la estrategia de los otros.

Más aún: ¿qué fue la “Contraofensiva” de 1979-80 sino el envío reiterado de decenas de jóvenes a una muerte anunciada? ¿Acaso fue un “error” el enfrentamiento de las organizaciones guerrilleras con Perón en su doble condición de Presidente de los argentinos y jefe del Justicialismo? ¿Acaso lo fue el asalto a un cuartel del Ejército en Formosa –con el asesinato de doce jóvenes conscriptos- en octubre de 1975, confirmando así las excusas de quienes estaban gestando el golpe militar?

La cúpula de Montoneros militarizó la lucha y facilitó de hecho que el otro bando pudiese militarizar la respuesta. Cada sector le dio política y argumentos al otro. Y en el medio fueron sacrificadas las esperanzas de un pueblo, la institucionalidad política, la paz social, la unidad nacional y miles de vidas fueron cegadas.

Por ello fue un drama en el que no actuaron dos demonios. Hubo un solo demonio, como dice Bonafini, pero con dos cabezas. Y la víctima fue la Argentina.

No permitamos entonces que, promoviendo una “verdad” que sólo busca un rédito mediático-electoral, se vuelva a usar a los jóvenes argentinos como masa de maniobra de una política de desunión nacional. La Argentina es un todo y quienes fueron parte en modo alguno pueden erigirse en jueces, como lo han venido haciendo en la última década, al amparo de un relato faccioso.

La única memoria, verdad y justicia por la cual vale la pena luchar es por la que evite una estéril reapertura de heridas e impida la repetición de la historia. Es necesario entonces la confesión y el arrepentimiento de todos los dirigentes políticos, empresariales y gremiales que creyeron que los militares harían el “trabajo sucio” para entregarles el poder a ellos. Y aún hoy se desentienden hipócritamente de su responsabilidad connivente con la conducción militar que consumó el golpe de Estado.

Hecho esto, dejando de lado todo rencor, es perentorio promover como en los Pactos de la Moncloa una Ley de Reconciliación Nacional para la pacificación de los espíritus y para que los deudos puedan tener un mensaje certero del destino de sus familiares desaparecidos, pues de esa manera tendrán un lugar donde llevar una bendición o una flor. El paso siguiente es el perdón.

Finalmente, el Presidente recientemente electo tendrá la posibilidad también, de poner en la Casa de Gobierno el busto de la primera Presidenta constitucionalmente electa y derrocada en ejercicio de sus facultades por el golpe militar. Algo que la anterior Presidente jamás quiso hacer, prefiriendo poner el de su esposo.