Hace 65 años, el mundo se enfrentó a una de las grandes pruebas morales de la historia. Y fracasó miserablemente. El 9 de noviembre de 1938, Adolf Hitler desató los impulsos más oscuros de la humanidad en un ataque brutal que se desencadenó en Alemania y Austria. Se lo denominó “Kristallnacht” o “La Noche de los Cristales Rotos”, en referencia a todos los cristales despedazados brillando en las calles. Más de mil sinagogas fueron quemadas, las vidrieras de los negocios judíos destrozadas y las tiendas saqueadas. Miles de judíos fueron detenidos y llevados a campos de concentración, y unos 400 fueron asesinados. Los bomberos fueron espectadores de brazos cruzados y sólo se aseguraron de que los incendios no se extendieran más allá de las sinagogas. La policía ayudó a los alborotadores.
Durante los últimos 75 años la gente ha cometido el error de considerar este evento como un mero asunto interno de Alemania. Pero “Kristallnacht” fue mucho más que un simple “pogrom” contra los judíos de Alemania y Austria. Fue en verdad la prueba de Hitler para ver cómo respondería Occidente. Y la falta de respuesta puso en movimiento todo lo que siguió. En los cinco años siguientes a su llegada al poder, en 1933, Adolf Hitler sentó las bases de su plan para destruir a los judíos. Empezó con la intimidación pública, y en 1935 se implementaron leyes raciales para marginarlos dentro de la sociedad alemana. No podían tener trabajo en el gobierno o en las universidades. Se les prohibió a los médicos judíos seguir los tratamientos de sus pacientes cristianos. Estos cambios eran una barbaridad, pero se hicieron gradualmente.
Hitler fue siempre calibrando la respuesta del mundo. Cuando no vio ninguna reacción, el “maestro” entendió que podía pasar al siguiente nivel. El comportamiento internacional era inversamente proporcional al endurecimiento de las restricciones. A medida que las leyes se hacían más draconianas, las respuestas del mundo se hacían más tibias. La noche del 9 de noviembre de 1938 se hicieron públicos los planes. La destrucción de los judíos europeos había comenzado.
En un artículo publicado inmediatamente después de la “Kristallnacht”, el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, descaradamente atribuyó el “pogrom” a los “instintos saludables” del pueblo alemán, del que afirmaba: “Es antisemita. No tiene ningún deseo de que, en el futuro, sus derechos sean restringidos ni de ser provocados por parásitos de la raza judía”. Y a pesar de eso, los países de todo el mundo cerraron sus puertas a los judíos de Alemania y Austria quienes desesperados pedían entrar.
El presidente Roosevelt llamó a su embajador en Berlín para “consultas”, pero no instó al Congreso para aliviar sus duras cuotas de inmigración para los refugiados judíos. Este fue el país en el que una joven poeta judía, Emma Lazarus, escribió las palabras más conectadas a la Estatua de la Libertad: “Dame tus cansados, tus pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad … Envía estos, la tempestad sin hogar tiró de mí, levanto mi lámpara al lado de la puerta de oro.” Para los judíos de Europa, en 1938, la lámpara confortante se apagó.
Hoy, Alemania y Europa en general son un lugar mucho mejor de lo que eran en 1938. Sin embargo, nuevamente vemos signos preocupantes. Mientras los vecinos de Israel sacrifican a cientos de miles de los suyos, comprobamos como en toda Europa crece un odio visceral contra el Estado judío. Observamos como las Naciones Unidas parecen incapaces de detener cualquier forma de genocidio, y en cambio centran su atención en condenar sistemáticamente a la única democracia en el Medio Oriente, Israel.
Vemos a Irán empujando para crear bombas nucleares, junto con los misiles de largo alcance para lanzarlas. Todo el tiempo escuchamos a sus mandatarios burlonamente jactarse de que van a borrar a Israel de las páginas de la historia. Una vez más, descubrimos a los líderes mundiales incapaces de actuar, negándose a ver lo que está justo frente a ellos, pretendiendo que lo que los mulás iraníes dicen y lo que hacen no es real, que no está sucediendo. Vemos a un mundo occidental que se deja llevar por una falsa sensación de seguridad de un nuevo presidente iraní, cuya trayectoria no es tan buena como la gente piensa. Esperamos que el mundo no aguarde otra vez a que sea demasiado tarde para detener la catástrofe.