Aviso de peligro: una Iglesia con dos Papas

Sandro Magister

ROMA – El nuevo Papa que está a punto de ser elegido, ¿cómo guiará la Iglesia viviendo todavía quien le ha precedido en la cátedra de Pedro?

Ante la inminencia del cónclave, las incógnitas sobre cómo se desarrollará dicha cohabitación aún no están del todo resueltas.

Sigue siendo todavía incierto, en especial, el trato que debe atribuirse a Joseph Ratzinger tras su renuncia al papado.

Es verdad que el director de la sala de prensa vaticana, Federico Lombardi, ha autorizado y alentado el uso de la fórmula: “Su Santidad Benedicto XVI Papa emérito“.

Mas es también verdad que lo ha hecho de manera informal, sólo a voz y según él, simplemente, “por indicación de don Georg”, es decir, del secretario particular de quien ha renunciado al papado. Demasiado poco y demasiado vago para considerar cerrada la cuestión.

Prueba de la incertidumbre que aún perdura es el hecho que el 28 de febrero, tres días después de la declaración de padre Lombardi, La Civiltà Cattolica, la revista de los jesuitas de Roma, que se imprime con el control previo y la autorización de la secretaría de Estado vaticana, ha publicado un largo y docto artículo sobre la “Cesación del oficio del romano pontífice” escrito por el ilustre canonista Gianfranco Ghirlanda, anteriormente rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, el cual excluye taxativamente que se pueda seguir definiendo “Papa” quien ha renunciado a dicho oficio.

Escribe el padre Ghirlanda en un determinado momento: “Es evidente que el Papa que ha dimitido ya no es Papa, por lo que no tiene ninguna potestad en la Iglesia y no puede entrometerse en ningún asunto de gobierno. Podemos preguntarnos qué título conservará Benedicto XVI. Pensamos que debería atribuirsele el título de obispo emérito de Roma, como a cualquier otro obispo diocesano que cesa”.

Y en el párrafo final: “Ha sido necesario detenerse largamente sobre la cuestión de la relación entre la aceptación de la legítima elección y la consagración episcopal; es decir, sobre el origen de la potestad del romano pontífice, para comprender concretamente, con más profundidad, que quien cesa en el ministerio pontificio no por deceso, si bien sigue siendo evidentemente obispo, ya no es Papa, en tanto en cuanto pierde toda la potestad primacial, al no provenir ésta de la consagración episcopal, sino directamente de Cristo por medio de la aceptación de la legítima elección”.

Preguntado sobre esto, padre Lombardi ha respondido que es verdad que La Civiltà Cattolica ha salido publicada después, pero estaba en la imprenta antes de la indicación dada por él, que sigue siendo válida.

Efectivamente, la fórmula “Su Santidad el Papa emérito Benedicto XVI” ha sido usada en el desafortunado telegrama de saludo enviado a Ratzinger el 5 de marzo por el cardenal decano Angelo Sodano, en nombre del colegio cardenalicio reunido para la preparación del cónclave. Un telegrama que desarma por su brevedad y su banalidad, equivocado tanto en las maneras como en los tiempos, pues Benedicto XVI saludó personalmente, uno a uno, a todos los cardenales en el último acto público de su oficio de Papa.

En todo caso, sobre esto falta todavía una decisión oficial. Para tenerla, será necesario tal vez esperar la nueva edición del Anuario Pontificio que forzosamente dedicará, junto a la página del nuevo Papa con los apelativos que le competen, también una página para su predecesor aún vivo, con los títulos que el nuevo Papa le otorgará.

La incertidumbre sobre este punto específico es indicativa de una desorientación más general y permanente en la interpretación del gesto de renuncia que Benedicto XVI ha realizado, como también en la comprensión de sus consecuencias.

Con los riesgos que podrían generarse por la convivencia entre dos Papas definidos como tales, uno reinante y otro emérito.

La intervención publicada a continuación, escrita expresamente para www.chiesa.espresso.repubblica.it, quiere aclarar este terreno lleno de equívocos.

El autor es profesor ordinario de derecho canónico en la facultad de derecho de la Universidad de Roma Tres. Entre los libros que ha publicado, destacan los dos volúmenes sobre Iglesia romana y modernidad jurídica, desde el concilio de Trento al código de derecho canónico de 1917.

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PAPADO, SEDE VACANTE Y “PAPA EMÉRITO”. EQUÍVOCOS QUE HAY QUE EVITAR
Por Carlo Fantappiè

La renuncia de Benedicto XVI ha estimulado a varios vaticanistas que, de manera improvisada, se han convertido en historiadores de la Iglesia o teólogos del Papado. En los principales periódicos se han leído errores de bulto en los que han incurrido también exponentes del mundo académico (1). Pero sobre todo se ha partido de la novedad del acto para volver a poner en discusión o pronosticar la crisis del oficio petrino.

Hay quien ha hablado de una modernización del papado, que pasaría de ser una institución permanente a una institución a término. También hay quien ha aprovechado la ocasión para indicar la necesidad de la reforma del oficio papal, integrándolo con otros organismos colegiales y quien ha aventurado el final de un modelo de gobierno y de una concepción del papado.

Ha habido también quien, en la parte contraria, no ha aceptado la presente renuncia ni siquiera como una decisión excepcional, porque ve despojada la “sacralidad” del papa y quien, incluso, considera la dimisión papal simplemente imposible en un plano metafísico y místico, pues la aceptación de la elección sitúa al elegido a un nivel ontológico distinto (2).

Es evidente que la renuncia de Benedicto XVI ha planteado graves problemas sobre la constitución de la Iglesia, sobre la naturaleza del primado del Papa, como también sobre el ámbito y la extensión de sus poderes después de la cesación del oficio.

Antes de hablar de una “redefinición” del papado sería, sin embargo, necesario tener en cuenta su compleja elaboración teológica y canónica.

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En primer lugar hay que decir que el papado es un oficio revestido por una persona y no una persona que inviste un oficio, aunque se convierta en su titular.

Como reconoce Max Weber, le compete al derecho canónico el mérito de haber transformado el “carisma personal” en “carisma de oficio”. Carl Schmitt añadirá que en estas reparticiones conceptuales “se hallan la fuerza creadora racional del catolicismo y, contemporáneamente, su humanidad”.

“Persona” y “oficio” en la constitución material de la Iglesia son y deben ser distinguibles. Ésta es también la condición para que “muerto un Papa se haga otro” o para que un Papa pueda, en casos verdaderamente excepcionales y para el bien superior de la Iglesia, “renunciar al oficio” sin caer en culpa grave ante Dios.

Con una tal distinción se aclara también la atribución de la sacralidad, de la infalibilidad y de las otras prerrogativas jurisdiccionales u honoríficas. Al derivar del oficio (para ser más concretos, de la potestad de gobierno que es distinta de la simple potestad de orden, aunque es inseparable de esta última) dichas prerrogativas se pierden totalmente con la muerte o la posible renuncia.

Del mismo modo debe considerarse superada, por la constante doctrina canónica, la tesis avanzada por los tradicionalistas sobre la imposibilidad de renunciar al papado.

Una notable aclaración de este punto resultó, no por casualidad, de las argumentaciones aducidas por Olivi y Egidio Romano contra las tesis de los cardenales Colonna el día después de la dimisión de Celestino V.

De hecho, hay que recordar que la persona del Papa no está investida por un carácter indeleble, pues el oficio del cual es titular no representa un cuarto grado del orden sagrado después del episcopado, y tampoco el Papa es un obispo superior a los otros en cuanto a su poder de orden.

Quien es elegido obispo de Roma (ésta es la causa eficiente del papado) sucede en el oficio que fue recubierto en primer lugar por el apóstol Pedro y, por tanto, “hereda” los poderes de gobierno o de jurisdicción conferidos a este último directamente por Cristo como pastor de toda la Iglesia.

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Pero la renuncia papal plantea una segunda cuestión, la del vacío de poder en la Iglesia.

Sólo razonando sobre el origen de este poder del papa y del poder del colegio episcopal se pueden definir de manera correcta el carácter único de la función papal y los límites de su poder.

Por esto es esencial evitar la dúplice confusión que se manifiesta en el lenguaje de los comentadores hodiernos.

La primera confusión se halla entre el ordenamiento canónico y el sistema dinástico, para el cual el papado sería una monarquía absoluta hereditaria donde cada papa sucedería a su predecesor en lugar de suceder a Pedro.

De este modo, los poderes de un nuevo Papa estarían limitados por las decisiones del precedente, algo no admitido, dando la posibilidad teórica al Papa, lo que sería inconsistente, de nombrar a su sucesor.

La segunda confusión se halla entre el sistema canónico y el sistema representativo democrático, según el cual el Papa recibiría una especie de mandato de la Iglesia, ya sea de la asamblea de todos los obispos (concilio ecuménico), de una representación del éste (sínodo de los obispos) o del colegio cardenalicio, al que desde hace un milenio le es reservada la elección.

Al contrario, la doctrina católica afirma que el Papa resulta investido de su poder primacial, en el doble nivel de cabeza del colegio episcopal y de cabeza de la Iglesia, directamente por Cristo, por medio de la aceptación de la legítima elección realizada por el colegio de los cardenales. Esto significa que este colegio es concebido como órgano de la voluntad divina. De hecho, pierde todo poder después de haber ejercido su tarea.

A su vez, el colegio de los obispos deriva sus poderes del colegio apostólico, pero no los puede ejercer independientemente de su cabeza, porque el colegio “no se da sin la cabeza” (Concilio Vaticano II, “Nota explicativa praevia”).

Por tanto, en tiempo de sede apostólica vacante el colegio de los obispos o una representación suya no pueden cumplir actos propios de dicho colegio. Un concilio o un sínodo de los obispos en curso no se disuelven, sino que quedan suspendidos “ipso iure” hasta la decisión del nuevo Papa. Para la resolución de los asuntos ordinarios o inaplazables, el gobierno de la Iglesia se confía al colegio de los cardenales y no a otras posibles instituciones, precisando que los cardenales no tienen ninguna potestad sobre las materias que competen al romano pontífice, incluido el reglamento para la elección del nuevo Papa.

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Vale la pena detenerse, precisamente, sobre este tercer y último punto para precisar, con dos referencias histórico-doctrinales, el problema de posibles interferencias entre un Papa y el otro o entre un Papa reinante y uno denominado “Papa emérito”.

En primer lugar, quisiera evocar una teoría debatida durante mucho tiempo sobre el derecho del Papa a nombrar, a indicar a su sucesor o de intervenir en su elección.

Esta hipótesis fue formulada en dos ocasiones: en 1877 por la prensa italiana y europea que, tras la promulgación del dogma de la infalibilidad pontificia, elaboró una curiosa teoría del derecho del Papa de custodiar “in pectore” el nombre del futuro elegido, o bien de su derecho de nombrar un Papa “coadiutore” con derecho a la sucesión, residente en el palacio del Laterano con los honores y las insignias reservados al pontífice anciano, con exclusión de la tiara pontificia.

También en 1902 la prensa europea puso en circulación la idea de un posible nombramiento del sucesor por parte de León XIII. En ambos casos se pretendía, entre otros, eliminar desde la raíz cualquier interferencia externa de tipo político en el nombramiento de un Papa, o bien de evitar la constitución de partidos en el cónclave.

El mismo año, un canonista francés de orientación ultramontana, G. Péries, escribió un opúsculo bien informado para mostrar la falta de fundamento de símiles opiniones, por otra parte surgidas en el siglo XVI. Aun confirmando el derecho del Papa de regular la elección, fijar la fecha y el lugar y determinar los sujetos aptos para tomar parte, él negaba de manera absoluta el derecho del Papa de designar, él mismo, de manera obligatoria, a quien habría de sucederle en la sede apostólica.

La otra referencia histórico-doctrinal útil para iluminar que los problemas actuales de la Iglesia se remontan a la Edad Media: es la opinión de dos canonistas del siglo XII, Baziano y Uguccione da Pisa, los cuales comentaron, en la causa VIII del Decreto de Graciano, la coexistencia de San Agustín y de Valerio como obispos de la misma ciudad.

Ambos canonistas se preguntaron si una símil coexistencia sería posible también en el oficio papal. Y ambos respondieron en sentido negativo. Una eventualidad como ésta –sostuvieron– no sólo sería origen de cismas, sino que habría convertido a la Iglesia en “bicéfala”. El gran Uguccione glosó que sólo en un cuerpo deformado podía haber más cabezas, mientras sólo a uno se le ha dicho: “Tu vocaberis Cephas”.

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Una conclusión. En el importante papado de Joseph Ratzinger, la recuperación de la unión entre “theologia” y “ratio”, como también entre “lex orandi” y “lex credendi”, no ha encontrado una respuesta igualmente positiva en la relación entre “theologia” e “ius canonicum”, como componente instrumental de la forma católica del cristianismo.

Poco se ha hecho desde hace cincuenta años hasta hoy para crear un puente renovado entre la eclesiología del Vaticano II y la racionalidad jurídico-canónica.

Cuando en cambio, precisamente gracias a esta última, la estabilidad de la Iglesia se sirve de institutos, reglas y procedimientos que permiten resolver las situaciones de crisis garantizando la continuidad de las instituciones.

 

NOTAS
(1) Por ejemplo, el historiador Alberto Melloni cuando, de forma increíble, ha indicado “el único acto infalible del magisterio del siglo XX” en la calificación del aborto como “desorden moral grave”. O bien Armando Torno cuando ha definido al Papa “sucesor de Cristo”.

(2) Así, Enrico Maria Radaelli en www.chiesa del 20 de febrero de 2013.

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En el artículo “Quando Pietro depone le chiavi” (Avvenire del 21 de febrero), antes que padre Lombardi diera curso a la fórmula “Papa emérito”, el profesor Carlo Fantappiè había pronosticado que, tal como se hizo hace tiempo para “Pietro del Morrone, antes Celestino V”, se optase también hoy por analogía con el título “Joseph Ratzinger, antes romano pontífice”.

El servicio de Chiesa sobre los dos volúmenes de Fantappiè sobre Iglesia romana y modernidad jurídica, dedicados en especial a la elaboración del código de derecho canónico de principios del siglo XX: ¿San Pio X, un Papa de retaguardia? No, un ciclón reformador jamás visto (13.5.2008).

 

Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.