Los de hoy son tiempos difíciles para quienes creen en la Unión Europea. Parecen interminables las malas noticias, desde que el primer ministro británico David Cameron que pregunta a sus compatriotas si todavía la quieren (o, para el caso, si alguna vez la quisieron), hasta las declaraciones del perenne dirigente italiano Silvio Berlusconi, quien parece cambiar de opinión todos los días: en un momento dice que está a favor de una Europa unificada y al siguiente –cuando no está haciendo un llamado emotivo a los fascistas– consiente a quienes creen que a Italia le iría mejor si retornara a la lira. En resumen, sólo puedo imaginarme que, a más de medio siglo, los padres fundadores de Europa se revuelcan en la tumba.
Vale la pena notar que, excepto por la trágica crisis en los Balcanes de los años 90, Europa ha experimentado 68 años de paz –desde el final de la Segunda Guerra Mundial–. Para las generaciones más jóvenes de hoy, la guerra es un concepto totalmente ajeno. Si mañana usted le dijera a un grupo de jóvenes que los franceses pudieran atrincherarse en la Línea Maginot para resistir a los alemanas; que, como alardeó Mussolini, los italianos le “romperían la espalda a Grecia”; que Bélgica pudiera ser invadida; que aviones británicos podrían bombardear Milán, pensarían que usted inventó alguna especie de ciencia ficción. Dan por sentado cierto nivel de unidad europea: esperan estudiar en el extranjero, en alguna otra parte del continente, donde podrían conocer a una alma gemela que sea de otro país y hable otro idioma. Hoy en día, aun cuando los adultos cruzan fronteras en automóvil sin que les pidan mostrar el pasaporte, pocos piensan en el hecho de que sus padres y abuelos hicieron alguna vez el mismo viaje con rifles en mano.
Entonces, ¿cómo es posible que la idea de una Europa unificada no atraiga a los europeos? El filósofo francés Bernard-Henri Lévy produjo recientemente un apasionado manifiesto titulado “Europa o el caos”, cuyo objetivo es redescubrir una identidad colectiva europea. Comienza con una observación perturbadora: “Europa no está en crisis; se está muriendo. No Europa como un territorio, naturalmente. Sino Europa como una idea. Europa es un sueño y un proyecto”. Firmaron el manifiesto varios escritores y académicos europeos –António Lobo Antunes, Vassilis Alexakis, Juan Luis Cebrián, Fernando Savater, Peter Schneider, Hans Christoph Buch, Julia Kristeva, Claudio Magris y György Konrad –, junto con Salman Rushdie, quien no es europeo, pero encontró refugio en Europa desde que el gobierno iraní amenazó su vida por primera vez.
Yo, también, fui signatario, y recientemente me reuní con algunos de los demás para sostener un debate en el Théâtre du Rond-Point en París. Una de las primeras opiniones que se expresaron fue que, en efecto, existe tal cosa como una identidad colectiva europea. Estuve de acuerdo, y me encontré citando El tiempo recobrado de Proust: cómo, aunque todo París estaba temeroso de que los zepelines alemanes bombardearan la ciudad, los intelectuales franceses siguieron hablando de Goethe y Schiller, y pensando en los escritores alemanes como parte integral de su cultura.
Sin embargo, aunque este sentido de identidad europea es, desde luego, muy fuerte entre los intelectuales, ¿existe todavía entre la gente común? Empecé a reflexionar sobre el hecho de que, hasta este día, cada país europeo celebra a sus propios héroes, todos los que mataron valientemente a otros europeos: Arminio, el jefe tribal alemán que derrotó a las legiones romanas de Varo; Juana de Arco de Francia; El Cid de España; los diversos héroes de la Reunificación italiana, y así sucesivamente. ¿Qué hay con simplemente un héroe europeo? No uno francés o uno alemán; sino un héroe compartido. ¿Siquiera ha habido alguno?
Están Lord Byron y Santorre di Santarosa, quienes combatieron en la independencia griega, aun cuando ninguno era griego. Está Oskar Schindler, y otros como él, que salvó la vida de miles de judíos sin importar su nacionalidad particular. Ni qué decir de los héroes no militares, como Alcide de Gasperi, Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer y Altiero Spinelli, a quienes se les acredita ser los padres fundadores de Europa. ¿Encontraríamos otros héroes sobre quienes hablarles a los jóvenes (y, es más, también a los adultos) si hurgáramos en los recovecos de la historia? Sólo viene a la mente un héroe que de tiempo atrás ha unido a los europeos desde Portugal hasta Polonia, de Finlandia a Turquía: Asterix, el personaje de la historieta cómica. ¿No es ya tiempo de tener un héroe real que nos una a todos?