Para definir al gobierno moderno —el Estado— diríamos que es el monopolio de la violencia: condición necesaria y suficiente. Para empezar, sin el poder policial para forzar impuestos no subsistiría, a menos que compita en el mercado ofreciendo productos que la gente utilice y se convierta así en empresa privada. El estatismo sería el abuso de este monopolio de la violencia y su variante, el populismo, una exagerada diatriba demagógica.
Ahora, es imposible, de toda imposibilidad, que la violencia no destruya y desordene porque “se opone a lo voluntario y a lo natural, que vienen de un principio intrínseco, y lo violento emana de principio extrínseco”, dice Santo Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q. 6, a. 5). Étienne Gilson asegura: “Lo natural y lo violento se excluyen recíprocamente” (El tomismo, segunda parte, capítulo VIII). Y “no hay violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los seres mismos que obran”, indica Aristóteles (La Gran Moral, I, XIII).
La naturaleza tiene un orden interno para la vida —el Sol sale a la misma hora, los árboles crecen y dan oxígeno que respiran los animales—, así, si no lo violentamos, el mundo progresará. No es ideología o discurso, sino respetar en los hechos a la naturaleza. Por caso, algunos creen que Mauricio Macri, el electo presidente argentino, tiene un discurso no demagógico y que ha terminado el populismo, pero sus políticas de coacción estatal son casi las mismas. Continuar leyendo