Por: Alejandro Tagliavini
Fernando Henrique Cardoso, sin ser muy bueno, protagonizó uno de los mejores gobiernos que tuvo Brasil. Redujo la “inflación” (el aumento del IPC), desde el 22% en 1995 al 9,1% en 1996 y 2,5% en 1998, continuó la apertura económica iniciada por el presidente Fernando Collor de Mello y, entre 1991 y 2001, el Estado recaudó US$ 103.300 millones por la privatización de empresas públicas mientras que el desempleo se mantuvo en torno al 5,5% durante su primer mandato. Así se generó un boom de consumo, lo que atrajo numerosas inversiones, lo que a su vez permitió mejorar la recaudación fiscal y conseguir el saneamiento de las cuentas públicas, aunque la deuda del Estado pasó de 14% del PIB en 1994 al 55,5% en el año 2000 sobre todo por las altas tasas ofrecidas por el Banco Central.
Luego vino Lula y, para sorpresa de todos, conservó la política económica pero aumentó el gasto “social” y Brasil creció y estableció un liderazgo en el mundo gracias a las bases sentadas por Cardoso. Creídos los brasileros de que la política “social” de Lula era exitosa la profundizaron con Dilma Rousseff y ahora Brasil, miembro del grupo BRICS de países emergentes y la séptima economía global, ha tenido un decepcionante crecimiento que no llega al 2% anual promedio en 2011-13, y 1,5% estimado para 2014 con una inflación que rondaría el 6,5%. La cuenta corriente externa, que venía con un sólido superávit hoy tiene un déficit creciente cercano al 3,5% del PIB. Tanto el menor crecimiento de China como las serias dificultades de Argentina, su tercer socio comercial, han afectado las exportaciones brasileras. A lo que hay que sumarle un bajo nivel de ahorro -15% del PIB- y de inversión.
Para colmo de males Brasil se ha involucrado en la organización del inminente Mundial de Fútbol que promete ser un tiro por la culata. Para ello ha reformado completamente o construido 12 estadios híper modernos, a un costo sideral de US$ 11.000 millones de dinero público, para mostrar al mundo su “poderío de gigante emergente” pero hasta ahora no ha recibido más que una ola de críticas, no solo de la FIFA, sino de los propios brasileños al punto que el porcentaje de la población que apoya el mundial ha caído de 79% en 2008 a 48% en abril de este año. Hace seis años, sólo 10% de los brasileños se oponía a la Copa, contra un 41% hoy en día.
Rousseff cuya popularidad ha caído al 35%, ya inauguró casi todos los estadios, pero cuatro -el inaugural de Sao Paulo, más Curitiba, Cuiabá y Porto Alegre- siguen en obras cuando el inicio del torneo es el 12 de junio. “Hemos vivido un infierno en Brasil”, llegó a decir el secretario general de la FIFA que admite que los estadios estarán listos “a último minuto”. Todas las ciudades sede debían tener 4G, pero el internet wi-fi no funcionará bien en la mitad de los estadios y habrá problemas en la operación de aeropuertos anticipa el propio gobierno. Hay protestas anti-Copa que pueden degenerar en violencia, como en junio del año pasado, cuando más de un millón de brasileños protagonizaron una revuelta durante la Copa Confederaciones. A esto se suma el recrudecimiento de la violencia en Rio de Janeiro, sede de siete partidos incluida la final, como resultado de la torpe represión policial.