Por: Alejandro Tagliavini
Para definir al gobierno moderno —el Estado— diríamos que es el monopolio de la violencia: condición necesaria y suficiente. Para empezar, sin el poder policial para forzar impuestos no subsistiría, a menos que compita en el mercado ofreciendo productos que la gente utilice y se convierta así en empresa privada. El estatismo sería el abuso de este monopolio de la violencia y su variante, el populismo, una exagerada diatriba demagógica.
Ahora, es imposible, de toda imposibilidad, que la violencia no destruya y desordene porque “se opone a lo voluntario y a lo natural, que vienen de un principio intrínseco, y lo violento emana de principio extrínseco”, dice Santo Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q. 6, a. 5). Étienne Gilson asegura: “Lo natural y lo violento se excluyen recíprocamente” (El tomismo, segunda parte, capítulo VIII). Y “no hay violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los seres mismos que obran”, indica Aristóteles (La Gran Moral, I, XIII).
La naturaleza tiene un orden interno para la vida —el Sol sale a la misma hora, los árboles crecen y dan oxígeno que respiran los animales—, así, si no lo violentamos, el mundo progresará. No es ideología o discurso, sino respetar en los hechos a la naturaleza. Por caso, algunos creen que Mauricio Macri, el electo presidente argentino, tiene un discurso no demagógico y que ha terminado el populismo, pero sus políticas de coacción estatal son casi las mismas.
Y, por cierto, la historia oficial —panegírico de la violencia— se encarga de lavar los cerebros, como cuando enseña que algún general es padre de la patria, cuando países progresistas como Australia han demostrado que las guerras de la independencia son innecesarias.
El origen de la violencia es el miedo. Una persona vencida por el miedo reacciona violentamente para defenderse y acaba perjudicándose. Como la guerra contra al terrorismo, que alimenta un monstruo —el ISIS—, o la guerra contra el narcotráfico, que ha creado al narcodelincuente, o el miedo al desamparo que da lugar al Estado de bienestar, que, irónicamente, crea pobreza, ya que se solventa con impuestos que se derivan vía baja de salarios o aumento de precios.
El papa Francisco no se deja vencer por el miedo en su tarea de evitar situaciones de violencia. Contra la opinión de los expertos en seguridad, volando a Nairobi, Kenia, en el primer viaje de su vida a África, dijo que la única preocupación respecto a la seguridad “son los mosquitos”. E insistió: “Usen el spray para los mosquitos”. Le indicó al piloto que lo llevaba: “Tiene que aterrizar en Centroáfrica o déjeme un paracaídas”.
Por la guerra, el 20% de la población centroafricana ha huido y, cuando Obama anduvo por tierras africanas menos peligrosas, se pidió a la gente no salir a las calles. El Estado moderno es el miedo, que trae violencia, liberticida. “Si transformo lo negativo en positivo, soy un ganador. ¿Están dispuestos a transformar el odio en amor y la guerra en paz?”, preguntó el Papa, que habló ante multitudes que tuvieron la libertad de acudir a verlo.
Como escribió José Manuel Vidal: “Sobre todo con su presencia, el Papa atrevido, pacificador y valiente pone las bases de una nueva era […] Porque, como dijo, ‘no hay futuro sin paz’”. El Estado moderno —violento— no es el salvador, es el pecador. Y los héroes no son homicidas armados, sino valientes que no llaman a la violencia.