Cromañon es hoy

En el año 2006, cuando comenzó mi interés por analizar el discurso de las pasiones, pensé por primera vez en concentrarme en la tragedia de Cromañón, un tema que me rondaba desde aquella noche calurosa de 2004 en que voz exaltada de mi hijo adolescente me anunciaba que algo había pasado en el recital del grupo Callejeros, al que no había ido –no por ninguna razón referida a su seguridad–, sino simplemente porque se había llevado materias a marzo. En aquel momento, el viraje vertiginoso de la cobertura informativa nos había enfrentado abruptamente a los argentinos con una realidad impensada: la gravedad del incendio de un local bailable lleno de jóvenes vitales y felices, la terrible falencia del Estado, que no había podido organizar ni siquiera la atención de la víctimas en una tragedia de tal envergadura, la esperanzada movilización de cientos de padres en busca de sus hijos por hospitales y morgues, en fin, el horror, el dolor, la consternación de un discurso sin bordes.

Fue entonces que en el año 2006, interesada como lingüista por la manifestación discursiva de las pasiones, decidí analizar el discurso de Cromañón, pero no solo porque los actores de la tragedia –sobrevivientes, familiares de las víctimas y funcionarios públicos– utilizaban determinadas palabras que aludían continuamente al sufrimiento, sino porque la forma en que decían esas palabras resultaba una muestra ineludible de un tipo determinado de discurso: el más extremo, el más desgarrador y el más pathémico.

En un comienzo tuve muchos reparos y limitaciones afectivas, porque me resultaba intolerable desmenuzar los relatos dolorosos como el de Amelia Borrás, que en la comisión de la Legislatura Porteña describía paso a paso cómo había perdido de la manera más impensada a su hija Gabriela. Aquel día, había ido al recital con sus dos hijas, pero el destino la había hecho volver con una sola. Cuando se desató el incendio, estaba en la parte de arriba con ambas, pero al bajar gateando desesperadamente entre jóvenes caídos por una única escalera, en una oscuridad total y con pedazos de techo hirvientes que le quemaban el cuerpo, así, arrastrándose, había logrado salir al exterior gracias al bolso que se había puesto en la cabeza y a un joven que le había dado el último empujón hacia la vida. Pero su desesperación eran sus hijas, no entendía como Dios la había dejado salir a ella mientras sus hijas estaban adentro. Le decía a Dios que no le podía estar pasando esto, que era como un sueño, una pesadilla como las que vemos en televisión. Cuando salió, vio venir a Cintia, la tenían agarrada del brazo. “Por lo menos ya tenía a una de sus hijas”, había pensado, pero Cintia le había dicho que Gabriela se le había escapado de las manos, que no había podido agarrarla. Y entonces pensó que cuando ella estaba tratando de salir en medio del humo, su hija Gabriela estaba tirada adentro, en aquel infierno.

Como les decía, no fue fácil analizar este tipo de discursos, en el que las víctimas de Cromañón, sobrevivientes y padres, reproducían con palabras la imagen de la tragedia y describían lo que habían visto, olido, escuchado y sentido aquella noche. Pero pasado el tiempo, este discurso comenzó a virar en uno más desapasionado y objetivo, que intentaba por sobre todas las cosas reclamar justicia. Estoy hablando, por ejemplo, del discurso la madre de una joven muerta en Cromañón, Liliana Garófalo, que a ocho meses de la tragedia, más precisamente en agosto de 2015, le contestó en una carta de lectores a Estela de Carlotto, a quien acusó de defender a Aníbal Ibarra, el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con argumentos racionales, absolutamente desprovistos de emoción.

Pero la mayor sorpresa me la llevé cuando encaré el análisis de los relatos judiciales y observé que la objetividad que pensaba sería propia de este tipo de documentos del ámbito legal estaba plagado de marcas de emotividad. Un ejemplo de los muchos que analicé fue la declaración de José Luis Calvo, Subsecretario de la Dirección General de Cementerios y responsable del reconocimiento de los cuerpos de las víctimas en el cementerio de la Chacarita, cuya estrategia para defenderse de las acusaciones por el mal desempeño en su cargo consistió en esgrimir un discurso emotivo. Convengamos que lo más lógico hubiera sido que fueran las víctimas las que manifestaran las descripciones más desgarradoras. Sin embargo, José Luis Calvo, como nunca pudo presentar pruebas objetivas que desmintieran el descontrol en la entrega y reconocimiento de los cuerpos ni el olor a putrefacción de las cámaras de frío, tuvo el descaro de lamentarse de la situación y mostrar piedad y empatía con los padres en una abierta maniobra de psicopateo emocional.

Recordemos: hoy, 30 de diciembre de 2014, se cumplen diez años del incendio del boliche República de Cromañón en el barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires en el que murieron 194 personas, en su mayoría jóvenes y adolescentes, y hubo aproximadamente 1432 heridos.

La inevitabilidad del paso del tiempo, cuyas señales externas nos hacen revivir el horror de la tragedia, nos enfrenta con la increíble certeza de que todo sigue igual o, al menos, parecido. Aníbal Ibarra fue destituido como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, pero sigue dedicándose impunemente a la política y hablando en los medios, aunque por suerte, los padres no le den tregua y lo increpen duramente en cualquier lugar donde lo encuentren. Por su parte, Patricio Fontanet sigue provocando a los deudos, no solo cantando en público como si nada hubiera sucedido, sino subiendo fotos a Twitter con la consigna “A diez años de Cromañón: justicia y absolución a Callejeros. Ni la bengala ni el rock, a los pibes los mató la corrupción”. Y finalmente, si bien el ya fallecido Omar Emir Chabán fue preso como autor responsable de incendio culposo seguido de muerte, al igual que Diego Algañaraz, el manager de la banda, y el subcomisario Carlos Díaz, acusado de cobrar coimas, hay unos cuantos que siguen impunemente caminado por la calle.

Por eso, para los padres de Cromañon el tiempo no ha pasado, sus hijos siguen estando en sus cuartos incólumes y en su perpetua memoria, porque para muchos –entre los que me encuentro– hasta que no se haga justicia, Cromañon sigue sucediendo hoy.

Relatos no tan salvajes

Si bien Relatos salvajes pasó a ser la película más vista del cine argentino, no creo que su éxito radique en ninguno de los innumerables factores que ha señalado la crítica, como el nivel de las interpretaciones o el morbo que provoca la violencia de algunas de las historias. Hay otro aspecto mucho más sutil que subyace a todo el planteo y que tiene que ver con el modo en el que los argentinos reclamamos y percibimos los actos de justicia.  

Por ejemplo, en aras de actos para mí “justos”, he sido tildada muchas veces de “vieja loca”, y no porque sea tan vieja, sino porque en el imaginario de una persona joven, este calificativo representa el peor de los insultos (como si uno pudiera pasar por la vida saltéandose etapas o eligiendo en cuál perdurar más). Lo cierto es que las circunstancias en las que fui tildada de “vieja loca” son de lo más variadas, pero tienen en común que en todas ellas me rebelé ostensiblemente, es decir, en público, ante una situación que consideré fuera de lugar, abusiva o, en definitiva, injusta. Continuar leyendo

A la cola, chiquita…

Durante las últimas semanas, me dediqué a relevar en los distintos medios periodísticos, los argumentos con los que comunicadores, pensadores y periodistas denostaron con lógica razón los linchamientos de los vecinos contra arrebatadores y asaltantes callejeros. Y si bien comprendo que ante una situación tan dislocada como la que implica ejercer justicia por mano propia no queda otro camino que echar paños fríos y condenar la bestialidad de los que remedan la misma barbarie que atacan, creo que la cosa es mucho más complicada de lo que parece.

Que patear y linchar a alguien que ha robado una cartera en la calle es un delito no es ninguna novedad, y que esto sucede porque no existe un Estado que garantice seguridad y justicia a sus ciudadanos, tampoco lo es. Pero además, proclamar que no debemos identificar marginalidad con delincuencia porque va en contra de la recomposición del tejido social no alcanza ni para entender el asunto ni para solucionarlo. Por otra parte, hay dos cuestiones que no han sido señaladas con suficiente énfasis en los análisis sobre la inseguridad. La primera es que no creo que los linchamientos respondan a un sentimiento de justicia asesino y descontrolado, sino más bien a una respuesta intuitiva y lógica de apresar y sujetar a quien nos ha atacado y que, además, no sabemos si puede matarnos de un balazo o de un puntazo certero, como ha sucedido en muchísimas oportunidades. Y la segunda cuestión es que quien alguna vez haya sido víctima de este tipo de ataques en la calle, sabe lo terrible que es la indiferencia del prójimo, ese “no te metás”, que bien puede ser simplemente una reacción ante el miedo.

Hace unas semanas, en Palermo, a la vuelta de mi casa, se inauguró un supermercado en el predio que durante muchos años habían ocupado un local de ropa francesa y un restaurante familiar, en el que un domingo de hace unos años nos asaltaron a mano armada. Y aunque la curiosidad pudo más que la fidelidad al chino de mi barrio, por lo menos me permitió comprobar el orden y la limpieza del nuevo supermercado, cuyo brillante piso de porcelanato delataba el otrora pasado fashion del local.

Pero no todo lo que reluce es oro, porque cuando me disponía a pagar, se armó un tole tole de aquellos. Ante una gran demora, se había habilitado una nueva caja a pedido de una joven apurada, que consideró que el éxito de su reclamo la hacía merecedora de pasar por delante de las diez personas que estábamos en la cola. Los insultos y las protestas no se hicieron esperar, pero fue en realidad el grito amenazante de “¡a la cola, chiquita!” de una señora mayor, lo que le permitió a la trasgresora dimitir de su avivada, volver a su lugar y así salvarse de que casi la lincharan.

No fue un hecho de violencia por robo ni una lucha de ricos contra pobres. Solamente se trató de la combinación de dos factores: una típica avivada argentina –la misma que podría repetirse en las rutas atestadas de autos, cuando los inescrupulosos burlan a los conductores correctos, circulando impunemente por las banquinas– y una reacción desmedida y desproporcionada de un grupo de personas.

Factores ambos que demuestran, entre otras cosas, que la inseguridad no es una sensación sino más bien una reacción social, de cuyo cuidadoso análisis depende, en gran parte, la solución el problema.