Durante las últimas semanas, me dediqué a relevar en los distintos medios periodísticos, los argumentos con los que comunicadores, pensadores y periodistas denostaron con lógica razón los linchamientos de los vecinos contra arrebatadores y asaltantes callejeros. Y si bien comprendo que ante una situación tan dislocada como la que implica ejercer justicia por mano propia no queda otro camino que echar paños fríos y condenar la bestialidad de los que remedan la misma barbarie que atacan, creo que la cosa es mucho más complicada de lo que parece.
Que patear y linchar a alguien que ha robado una cartera en la calle es un delito no es ninguna novedad, y que esto sucede porque no existe un Estado que garantice seguridad y justicia a sus ciudadanos, tampoco lo es. Pero además, proclamar que no debemos identificar marginalidad con delincuencia porque va en contra de la recomposición del tejido social no alcanza ni para entender el asunto ni para solucionarlo. Por otra parte, hay dos cuestiones que no han sido señaladas con suficiente énfasis en los análisis sobre la inseguridad. La primera es que no creo que los linchamientos respondan a un sentimiento de justicia asesino y descontrolado, sino más bien a una respuesta intuitiva y lógica de apresar y sujetar a quien nos ha atacado y que, además, no sabemos si puede matarnos de un balazo o de un puntazo certero, como ha sucedido en muchísimas oportunidades. Y la segunda cuestión es que quien alguna vez haya sido víctima de este tipo de ataques en la calle, sabe lo terrible que es la indiferencia del prójimo, ese “no te metás”, que bien puede ser simplemente una reacción ante el miedo.
Hace unas semanas, en Palermo, a la vuelta de mi casa, se inauguró un supermercado en el predio que durante muchos años habían ocupado un local de ropa francesa y un restaurante familiar, en el que un domingo de hace unos años nos asaltaron a mano armada. Y aunque la curiosidad pudo más que la fidelidad al chino de mi barrio, por lo menos me permitió comprobar el orden y la limpieza del nuevo supermercado, cuyo brillante piso de porcelanato delataba el otrora pasado fashion del local.
Pero no todo lo que reluce es oro, porque cuando me disponía a pagar, se armó un tole tole de aquellos. Ante una gran demora, se había habilitado una nueva caja a pedido de una joven apurada, que consideró que el éxito de su reclamo la hacía merecedora de pasar por delante de las diez personas que estábamos en la cola. Los insultos y las protestas no se hicieron esperar, pero fue en realidad el grito amenazante de “¡a la cola, chiquita!” de una señora mayor, lo que le permitió a la trasgresora dimitir de su avivada, volver a su lugar y así salvarse de que casi la lincharan.
No fue un hecho de violencia por robo ni una lucha de ricos contra pobres. Solamente se trató de la combinación de dos factores: una típica avivada argentina –la misma que podría repetirse en las rutas atestadas de autos, cuando los inescrupulosos burlan a los conductores correctos, circulando impunemente por las banquinas– y una reacción desmedida y desproporcionada de un grupo de personas.
Factores ambos que demuestran, entre otras cosas, que la inseguridad no es una sensación sino más bien una reacción social, de cuyo cuidadoso análisis depende, en gran parte, la solución el problema.