La ley de la vergüenza

“Tener justicia alivia el alma”, dice Isabel Brito de Yaconis, la mamá de Lucila Yaconis. Y estas palabras no hacen más que llenarme de vergüenza ajena, de impotencia e indignación, porque vienen a demostrar no sólo que su alma no ha encontrado el mínimo alivio que se merece, ya que el asesinato de su hija sigue impune, sino, y lo que es más aterrador, que el asesino está suelto, entre nosotros, presto a atacar a otra víctima.

Lucila era una adolescente de tan sólo 16 años, que hace precisamente 13 años, el 21 de abril de 2003, fue atacada por “un asesino agazapado en la oscuridad”, en las vías del ferrocarril Mitre, en el barrio de Núñez, cuando volvía de la escuela, alrededor de las 7 de la tarde. En aquel atardecer de otoño, amparado por la incipiente penumbra, la bestia arrastraba impunemente a la joven por el terraplén con la intención de violarla y, ante la resistencia de Lucila, no dudaba en asfixiarla con sus propias manos. El empleado de una fábrica había escuchado gritos, se había asomado y había golpeado las manos, pero el violador lo había disuadido con la certeza de que estaba todo bien, que estaba con su novia.

La mamá de Lucila —como ella quiere que la llamen— viene trabajando incansablemente desde hace 13 años junto con un grupo de madres que también han perdido a sus hijos y que le presentó Juan Carr en el peor momento de su vida, es decir, aquella tarde de otoño cuando llegó y encontró a más de cien personas agolpadas en el frente de su casa y a una psiquiatra que le daba la terrible noticia. Con estas mujeres, la mamá de Lucila formó la Asociación Madres del Dolor, no para permanecer anclada en ese sufrimiento inmenso que las hermana, sino para encontrar el alivio que solamente la justicia puede brindarle a su alma herida. Continuar leyendo

¿Qué tiene de malo?

La pregunta de Martín Sabbattela: “¿Qué tiene de malo que se paguen ómnibus para un acto con fondos del hospital?”, con la que justificó el desvío de fondos del hospital Posadas para financiar el acto político con el que se inauguró un sector de dicho hospital, me hizo recordar la opinión de Umberto Eco sobre el avance de la tecnología en la vida moderna. Este extraordinario académico, semiólogo y escritor italiano, que sólo usaba el celular para llamar taxis, pocos meses antes de morir y en oportunidad de recibir el diploma honoris causa en Comunicación y Cultura de los Medios de Comunicación de la Universidad de Turín, calificó a las redes sociales como “la invasión de los imbéciles”, puesto que, según él, le dan “derecho a hablar a legiones de idiotas” que antes “sólo lo hacían en un bar, después de un vaso de vino y que, por lo tanto, no dañaban a nadie”.

La relación entre la aparente pregunta del ex candidato a vicegobernador de la provincia de Buenos Aires y ex director de Administración Federal de Servicios de la Comunicación Audiovisual (Afsca), y la opinión de Eco se debe a que la explosión de las redes sociales —“legiones de idiotas”, según este último— fue de tal magnitud en el caso del uso de fondos del derruido hospital Posadas para un acto político que popularizaron el hashtag #TuiteoComoSabbatella. Y digo “aparente” al referirme a la consabida pregunta con la que Sabbatella trató de justificar lo injustificable, porque en honor a la verdad no se trató de una pregunta real, sino de una pobre y lamentable maniobra para escapar a la indagación del periodista sobre un tema de evidente corrupción. Continuar leyendo

Juralo por lo que más quieras

Todos sabemos que una jura es una ceremonia ritual en la que determinadas personas se comprometen a cumplir ciertos actos futuros —particulares o institucionales— ante otra persona cuya jerarquía está autorizada por una institución. El que toma la jura lo hace con una fórmula estereotipada, y el que jura extiende la mano derecha y pronuncia la frase: “Sí, juro”.

No hay entonces que ser lingüista para conocer la descripción de un juramento, aunque varios aspectos hayan estado ausentes en la ceremonia de la jura de los diputados nacionales ayer en el Congreso de la Nación. Y no me refiero solamente a la desubicada informalidad del diputado Axel Kicillof, que pasó a jurar con sus hijos, uno de los cuales quería hablar por el micrófono, o a la de la diputada Victoria Donda, que sostuvo en brazos a su hermoso bebé mientras pronunciaba su juramento.

Tampoco me refiero a las diferencias en el texto de la toma del juramento, que debe ser precisamente una fórmula, es decir, algo fijo e igual para todos. Porque es lógico que se haya modificado para que los diputados puedan elegir entre jurar “por Dios y la patria y estos santos Evangelios”, o hacerlo sólo “por la patria” o, incluso, por “nadie”, como fue el caso de un diputado, cuyo juramento fue dudoso hasta para él mismo, porque titubeó una vez terminada la jura y entonces no supo si retirarse o quedarse, momento preciso en el que una voz anónima aprovechó para acotar: “Estás salvado, nadie te va a demandar”. Continuar leyendo

No siempre es feliz el Día de la Madre

El Día de la Madre alcanza para mí a todas las mujeres, las que tienen hijos biológicos o del corazón y también las que tienen la suerte de tener a su mamá con ellas. Es decir, que en tanto hijas o en tanto madres el festejo es para todas. Pero esta característica que es propia del Día de la Madre no se repite en otros agasajos. Por ejemplo, en el Día del Dentista o del Psicólogo. Porque para que el Día de la Madre exista son necesarios las madres y los hijos, mientras que para que el Día del Dentista o del Psicólogo se festeje, los pacientes podrán estar o no, ya que ellos no influyen para nada en la condición de ser de estos profesionales. Con el día de la madre es diferente, ya que el festejo deberá provenir sólo de los propios hijos, que son los que les infunden a las madres, precisa y únicamente, la categoría de ser madres. Es decir, que no es posible ser madre sin haber tenido hijos, aunque se continúa siéndolo eternamente en el caso de que los hijos ya no estén con uno físicamente.

Este es precisamente el caso, entre muchos otros, de Viviam Perrone, fundadora de la asociación Madres del Dolor, a quien Eduardo Sukiassian le arrebató a Kevin, de 14 años, el 1.º de mayo de 2002, cuando lo atropelló y lo abandonó en la avenida Libertador. Sukiassian fue condenado en un principio a 3 años de prisión preventiva, sin embargo, nunca cumplió la condena, ni siquiera los ocho meses mínimos establecidos por la ley, debido —según Viviam Perrone— a los fallos permisivos de los jueces Horacio Piombo y Benjamín Sal Llargués. Y también es el caso de las madres de muertos en accidentes de tránsito que motivaron la creación de la asociación formoseña Sendero de Estrellas. Enzo Gauna, soldado voluntario de 20 años, fue atropellado en agosto de este año por un motociclista que corría picadas sobre la rueda trasera de su moto en el barrio Eva Perón de Formosa. Según el papá del joven, la Policía le sacó sangre a su hijo muerto para ver si estaba alcoholizado o drogado, en lugar de hacerle los análisis correspondientes al propio asesino. “No sabemos cómo está la causa; estamos muy mal y toda la familia está muerta: padres, abuelos, hermanos, tíos. Cuando matan a uno, morimos todos”, agregó. Continuar leyendo

Las cosas por su nombre: esclavitud infantil

La problemática del trabajo infantil, forma de esclavitud moderna que se origina cuando familias pobres, en general de áreas rurales, entregan sus hijos a familias más pudientes para que ayuden en las tareas domésticas, es similar en varios países del mundo. Esta práctica tiene una fuerte impronta cultural y encierra generalmente la falsa idea de que esa pseudosolidaridad familiar -ya que a veces el canje concierne a familias emparentadas- redundará en una mejor calidad de vida y en la única posibilidad de que estos niños accedan a la educación.

Pero esta no es la única forma de esclavitud moderna, ya que 35,8 millones de personas en el mundo sufren alguna forma de sometimiento, como los casamientos forzados, el tráfico de personas para la explotación sexual, la esclavitud doméstica, la indefensión de los pescadores aislados en el mar o las condiciones infrahumanas en las que trabajan las personas que intervienen en la cadena de producción de muchos de los productos que consumimos a diario, como la ropa, los teléfonos e incluso los alimentos. La cifra consignada más arriba proviene del GSI, sigla en inglés que significa índice global de esclavitud, según el informe realizado por Walk Free, organización creada por el magnate australiano Andrew Forrest con la finalidad de denunciar y evitar la esclavitud en cualquiera de sus formas. Continuar leyendo

Te quiero hablar a vos

El intento de comunicarse con los futuros votantes de las diferentes provincias, imitando el modo de hablar propio de cada variedad del español de la Argentina, exhibe, aunque quizás Sergio Massa no lo sepa, el prejuicio ampliamente superado de que hay un modo de hablar la lengua española mejor que otro.

La imitación de las tonadas provincianas no es un recurso nuevo ni para el humor ni para la publicidad. De hecho, Luis Landriscina fue uno de los humoristas que nos regaló inolvidables relatos en los que las distintas voces de nuestros paisanos se hacían oír con toda su fuerza y gracia lugareña. En cuanto a la publicidad, entre muchas otras, recuerdo en especial la de unos nachos mexicanos en la cual una rubia sexy embobaba a un joven mientras hablaba con su tonada cordobesa sobre una futura excursión al cerro Uritorco.

En ambos ejemplos, la reproducción de las diferencias dialectales enriquecían el español que todos hablamos por igual, digamos que le agregaban un plus. En el caso de los relatos de Landriscina, el del respetuoso humor, que incluso dotaba a sus personajes de un candor especial; y en el de la publicidad, un encanto extra al ya natural y autóctono de la joven. Y obviamente, como cuando algo funciona bien, la política no duda en incorporarlo a sus huestes, Macri publicitó el turismo en Buenos Aires con una serie de spots donde la tonada cordobesa, que aparentemente es la que más vende, fue la protagonista.

Ahora bien, el caso de Massa es totalmente distinto y resiste desde mi punto de vista tres interpretaciones. En la primera –la benevolente– podríamos pensar que el candidato que repite sin ninguna gracia el mismo contenido de discurso, pero intenta incorporar cada vez algunos rasgos aislados del habla local de tal o cual provincia, es en realidad un intento fallido de adecuar su propio modo de hablar al de su audiencia, cosa que, de última, todos hacemos aunque no nos demos cuenta. Por ejemplo, es muy común que cuando conversamos con un extranjero, lo hagamos incorporando el pronombre “tú” que en general jamás utilizamos; o que cuando queremos explicarle algo a un chico, superpoblemos el discurso con diminutivos o usemos una tonada especial que vista desde afuera causa un poco de gracia.

La segunda interpretación  –la no benevolente–  comienza por preguntarnos quién asesora a los publicistas, más concretamente a Ramiro Agulla, cuyos honorarios deben superar ostensiblemente al de cualquier profesor de lengua que domina perfectamente estos temas lingüísticos. Porque en esta campaña no solo falla la estrategia general de forzar el propio modo de hablar del candidato una y otra vez, lo que no hace más que resaltar el intento paródico y manipulador del mensaje, sino que también hace agua en sus aspectos particulares. De hecho, de haber querido imitar las tonadas de las provincias, se deberían haber seleccionado otros rasgos característicos de cada variedad y no solo la aspiración de las eses, sin contar con el hecho de que, previo a cualquier estrategia publicitaria, se tendría que haber analizado la personalidad y la capacidad histriónica del político en cuestión. Porque cualquier persona con sentido común –no ya un profesor de lengua– se hubiera dado cuenta de que si alguien que está hablando con nosotros comienza a imitar nuestras muletillas o nuestra entonación, en realidad nos está haciendo burla más que tratándonos con empatía.

La tercera y última interpretación –la capciosa– me hace pensar en una campaña publicitaria que pergeña una estrategia ideada simplemente para que se hable de ella, es decir, como si la verdadera campaña estuviera pensada para que sucediera fuera de la campaña, como ocurrió con aquella otra sobre el Municipio de Tigre, de la que se habló sobradamente, porque Agulla tuvo que pagar una multa por utilizar un tigre de verdad, animal exótico que no puede estar fuera de su lugar de origen.

En aquella oportunidad, todos hablaron del tema, pero en el caso del spot de Massa, al publicista le salió el tiro por la culata, porque los, dibujos, comentarios, canciones, etc., que circulan por internet sobre el fallido acto de comunicación electoral, no sólo dejan muy mal parado al candidato a presidente por el Frente Renovador, sino que –y lo que es peor–, resultan mucho más creativos y sin duda más baratos que el ideado por el propio Agulla.

Cromañon es hoy

En el año 2006, cuando comenzó mi interés por analizar el discurso de las pasiones, pensé por primera vez en concentrarme en la tragedia de Cromañón, un tema que me rondaba desde aquella noche calurosa de 2004 en que voz exaltada de mi hijo adolescente me anunciaba que algo había pasado en el recital del grupo Callejeros, al que no había ido –no por ninguna razón referida a su seguridad–, sino simplemente porque se había llevado materias a marzo. En aquel momento, el viraje vertiginoso de la cobertura informativa nos había enfrentado abruptamente a los argentinos con una realidad impensada: la gravedad del incendio de un local bailable lleno de jóvenes vitales y felices, la terrible falencia del Estado, que no había podido organizar ni siquiera la atención de la víctimas en una tragedia de tal envergadura, la esperanzada movilización de cientos de padres en busca de sus hijos por hospitales y morgues, en fin, el horror, el dolor, la consternación de un discurso sin bordes.

Fue entonces que en el año 2006, interesada como lingüista por la manifestación discursiva de las pasiones, decidí analizar el discurso de Cromañón, pero no solo porque los actores de la tragedia –sobrevivientes, familiares de las víctimas y funcionarios públicos– utilizaban determinadas palabras que aludían continuamente al sufrimiento, sino porque la forma en que decían esas palabras resultaba una muestra ineludible de un tipo determinado de discurso: el más extremo, el más desgarrador y el más pathémico.

En un comienzo tuve muchos reparos y limitaciones afectivas, porque me resultaba intolerable desmenuzar los relatos dolorosos como el de Amelia Borrás, que en la comisión de la Legislatura Porteña describía paso a paso cómo había perdido de la manera más impensada a su hija Gabriela. Aquel día, había ido al recital con sus dos hijas, pero el destino la había hecho volver con una sola. Cuando se desató el incendio, estaba en la parte de arriba con ambas, pero al bajar gateando desesperadamente entre jóvenes caídos por una única escalera, en una oscuridad total y con pedazos de techo hirvientes que le quemaban el cuerpo, así, arrastrándose, había logrado salir al exterior gracias al bolso que se había puesto en la cabeza y a un joven que le había dado el último empujón hacia la vida. Pero su desesperación eran sus hijas, no entendía como Dios la había dejado salir a ella mientras sus hijas estaban adentro. Le decía a Dios que no le podía estar pasando esto, que era como un sueño, una pesadilla como las que vemos en televisión. Cuando salió, vio venir a Cintia, la tenían agarrada del brazo. “Por lo menos ya tenía a una de sus hijas”, había pensado, pero Cintia le había dicho que Gabriela se le había escapado de las manos, que no había podido agarrarla. Y entonces pensó que cuando ella estaba tratando de salir en medio del humo, su hija Gabriela estaba tirada adentro, en aquel infierno.

Como les decía, no fue fácil analizar este tipo de discursos, en el que las víctimas de Cromañón, sobrevivientes y padres, reproducían con palabras la imagen de la tragedia y describían lo que habían visto, olido, escuchado y sentido aquella noche. Pero pasado el tiempo, este discurso comenzó a virar en uno más desapasionado y objetivo, que intentaba por sobre todas las cosas reclamar justicia. Estoy hablando, por ejemplo, del discurso la madre de una joven muerta en Cromañón, Liliana Garófalo, que a ocho meses de la tragedia, más precisamente en agosto de 2015, le contestó en una carta de lectores a Estela de Carlotto, a quien acusó de defender a Aníbal Ibarra, el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con argumentos racionales, absolutamente desprovistos de emoción.

Pero la mayor sorpresa me la llevé cuando encaré el análisis de los relatos judiciales y observé que la objetividad que pensaba sería propia de este tipo de documentos del ámbito legal estaba plagado de marcas de emotividad. Un ejemplo de los muchos que analicé fue la declaración de José Luis Calvo, Subsecretario de la Dirección General de Cementerios y responsable del reconocimiento de los cuerpos de las víctimas en el cementerio de la Chacarita, cuya estrategia para defenderse de las acusaciones por el mal desempeño en su cargo consistió en esgrimir un discurso emotivo. Convengamos que lo más lógico hubiera sido que fueran las víctimas las que manifestaran las descripciones más desgarradoras. Sin embargo, José Luis Calvo, como nunca pudo presentar pruebas objetivas que desmintieran el descontrol en la entrega y reconocimiento de los cuerpos ni el olor a putrefacción de las cámaras de frío, tuvo el descaro de lamentarse de la situación y mostrar piedad y empatía con los padres en una abierta maniobra de psicopateo emocional.

Recordemos: hoy, 30 de diciembre de 2014, se cumplen diez años del incendio del boliche República de Cromañón en el barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires en el que murieron 194 personas, en su mayoría jóvenes y adolescentes, y hubo aproximadamente 1432 heridos.

La inevitabilidad del paso del tiempo, cuyas señales externas nos hacen revivir el horror de la tragedia, nos enfrenta con la increíble certeza de que todo sigue igual o, al menos, parecido. Aníbal Ibarra fue destituido como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, pero sigue dedicándose impunemente a la política y hablando en los medios, aunque por suerte, los padres no le den tregua y lo increpen duramente en cualquier lugar donde lo encuentren. Por su parte, Patricio Fontanet sigue provocando a los deudos, no solo cantando en público como si nada hubiera sucedido, sino subiendo fotos a Twitter con la consigna “A diez años de Cromañón: justicia y absolución a Callejeros. Ni la bengala ni el rock, a los pibes los mató la corrupción”. Y finalmente, si bien el ya fallecido Omar Emir Chabán fue preso como autor responsable de incendio culposo seguido de muerte, al igual que Diego Algañaraz, el manager de la banda, y el subcomisario Carlos Díaz, acusado de cobrar coimas, hay unos cuantos que siguen impunemente caminado por la calle.

Por eso, para los padres de Cromañon el tiempo no ha pasado, sus hijos siguen estando en sus cuartos incólumes y en su perpetua memoria, porque para muchos –entre los que me encuentro– hasta que no se haga justicia, Cromañon sigue sucediendo hoy.

Las cosas por su nombre

Hace pocos días, más precisamente el 3 de diciembre, fue el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Y esta fecha, instituida por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 1992, me parece una buena ocasión para reflexionar sobre algunas palabras que aluden a deficiencias mentales y que lamentablemente son usadas como insultos.

Por ejemplo, la semana pasada, el ministro de seguridad bonaerense Alejandro Granados tildó de “tarado” al comisario inspector que fue perseguido por ocho patrulleros en Isidro Casanova durante cinco kilómetros, luego de eludir un control vehicular y cruzar todos los semáforos en rojo.

Hace exactamente un año, el mismo ministro cometía otro exabrupto al llamar “pedazo de mogólico” a un militante que le gritó durante un acto en Ezeiza, “devuelvan lo que robaron”. Y no fue el único. En 2012, José Pablo Feinmann calificó a cierto sector del peronismo como “peronismo mogólico”, hecho que le valió la denuncia ante el INADI de otro filósofo, José Luis Resente, padre de un chico discapacitado.

Podría agregar muchos ejemplos más, pero alcanza con el de Alfredo Piano, titular del Banco Piano, que en agosto de este año, llamó a Obama y luego al juez Thomas Griesa, “mogólico”; o incluso el de la misma presidenta, que al exhibir el nuevo billete de 100 $ con el rostro de Eva Perón declaró: “Llama mucho la atención la premura, la rapidez cuando se trata de condenar al Estado, como si el Estado fuera ‘mongo’. Cuando el Estado no es ‘mongo’, argentinos; el Estado somos todos nosotros”.

La farándula también ostenta su ejemplario: Mariana Nannis declaró en 2012 que lo que la había enamorado de su marido, el exjugador de fútbol Claudio Caniggia, era que “era diferente de los otros mogólicos que conocía”; y Aníbal Pachano le dijo a Echarri, que no fuera “mogo de pensamiento”, aludiendo a la adscripción K del actor.

Pero el hecho más desopilante ocurrió en octubre de este año, en el Concejo Deliberante, durante un homenaje a Francisco Bedini, organizador de la campaña “Hablemos del Síndrome de Down” y padre de una hija con esta discapacidad. Aunque parezca increíble, esta fue la oportunidad que eligió el concejal del partido justicialista Eduardo Serrano para gritarle “mogólico” al viceintendente de la ciudad Marcelo Cossar porque no le cedía la palabra durante el acto. 

Como todos sabemos, “mogólico”, “mongo” o “mogo” son derivaciones del término “mongólico” con el que el John Langdon Haydon Down describió alrededor del año 1860 el parecido de algunos rasgos faciales que provoca esta alteración cromosómica con el de los mongoles. Como es lógico, en 1965 la Organización Mundial de la Salud confirmó el cambio de nombre por el de Síndrome de Down.

Pero quizás lo que la gente joven no sepa es que en la década del 70, en un uso algo parecido al del actual “boludo”, el término “mogólico” estaba generalizado entre los chicos, que no percibíamos para nada su carácter discriminatorio, del mismo modo que los adolescentes que hoy en día usan “boludo”, tampoco piensan en alguien con bolas grandes. Pero el tiempo ha pasado y la palabra “mogólico” ha caído por suerte en desuso. Y es esa la razón por la que resulta impactante e inadmisible volver a escucharla en la actualidad como un insulto.

Habría que pensar entonces en llamar a las cosas por su nombre y encontrar un término más adecuado para reemplazar al de “mogo de pensamiento” para referirse a una persona que tiene una postura política diferente a la nuestra; o bien, poder explicar con más detalle qué quiere decir que un Estado es “mongo”. Lo mismo se aplica para el término “tarado” con el que el ministro Granados calificó la actitud equívoca y patotera del comisario que la semana pasado eludió un control policial, porque aparentemente no le cayó bien que intentaran pararlo para pedirle su identificación. Y si bien tildarlo de “maldita policía” como circuló por algunos medios, es inconsistente –ya que no puede juzgarse a una institución por una sola persona– convendría utilizar un calificativo que sin discriminar, diera cuenta legítimamente de la vil sinvergüenzada del comisario bonaerense.

Cromañón, una herida que atraviesa

Escuchar el relato de Nilda Gómez sobre lo que sintió al enterarse de la muerte de Omar Chabán no hace más que reafirmar las conclusiones a las que llegué hace unos años cuando encaré el análisis del discurso en torno a la tragedia de Cromañón. Nilda Gómez es la mamá de Mariano Benítez, una de las víctimas de la tragedia y actualmente presidenta de la Asociación Civil Familias por la Vida.

El lunes a la mañana, esta mujer que se recibió de abogada para poder comprometerse mejor con la causa de su hijo, estaba en la Legislatura Porteña participando en la mesa de los periodistas durante la apertura del Simposio Internacional de Tragedias Evitables, cuando notó un cierto nerviosismo entre los participantes. Finalmente, luego de chequear la información, los periodistas anunciaron que Omar Emir Chabán había muerto de cáncer de Hodgkin en el hospital Santojani, donde su abogado había logrado que lo trasladaran desde el penal de alta seguridad de Marcos Paz y cumplía la condena de 10 años como autor responsable de incendio culposo seguido de muerte.

Ante la inesperada noticia, algunos familiares hicieron silencio, otros lloraron desesperadamente y tuvieron que ser asistidos, y unos pocos festejaron la muerte de Chabán. Sin embargo, Nilda Gómez asegura con palabras distanciadas, que el momento de enterarse de la noticia fue como volver diez años atrás, cuando los periodistas también les daban la noticia de que estaban matando a sus hijos en Cromañón. Pero si bien habla de sensaciones y admite sentirse conmovida por la muerte de Chabán por ser parte de la historia de la tragedia que les costó la vida a 194 jóvenes, inmediatamente su discurso se torna racional y equilibrado al aludir al ámbito del simposio en el que se encuentra en el momento de recibir la noticia, un ámbito que según ella, permitirá mediante la reflexión, que nunca más vuelvan a existir otros Cromañones.

Es cierto que han pasado casi diez años de aquella terrible noche del 30 de diciembre de 2004 en el que una bengala o un tres tiros produjo el incendio de la mediasombra que cubría el techo del local República de Cromañón; sin embargo, me vuelve a asombrar la intención de objetividad y mesura que reflejan las palabras de Nilda Gómez, cuando lo lógico de esperar hubiera sido un discurso atravesado por el dolor, la bronca y la subjetividad. De hecho, aquel trabajo de investigación del 2010 al que hago referencia, ya había revelado la extraña paradoja de que fueran los funcionarios públicos, políticos y abogados los que esgrimieran en sus discursos estrategias conmovedoras y emotivas, mientras que los padres y muchas de las propias víctimas intentaran tamizar su dolor para construir discursos objetivos, más cercanos al ideal de justicia, que al de manipulación propia a todas vistas de los culpables de la masacre.

Porque Nilda Gómez no necesita mostrarse conmovida. Está conmovida y vivirá toda su vida conmovida; lo único que necesita en realidad es que todos los culpables –entre los que se encuentran los integrantes de Callejeros– y no solo algunos –como Diego Algañaraz, el manager de la banda o el subcomisario Carlos Díaz, acusado de cobrar coimas– purguen su culpa y cumplan efectivamente su condena. Solo así podremos pensar en un futuro sin Cromañones.

 

De exabruptos y otros tonos

Será porque últimamente estoy extremadamente permeable al tono de los discursos –de hecho, siento que las palabras han perdido toda capacidad referencial– que lo que más me conmovió de la conferencia de prensa que dio Vanesa Orieta, la hermana de Luciano Arruga desaparecido hace 5 años y 8 meses, fue el tono de sus palabras. Ese tono franco y contenido con el que anunció que había encontrado el cuerpo del joven, que todo se podría haber resuelto mucho antes y que “la voz oficial está acá, no está en otro lugar. Todos los que hablen por nosotros no sabrán la verdad. Remítanse a nosotros”. Continuar leyendo