Si bien Relatos salvajes pasó a ser la película más vista del cine argentino, no creo que su éxito radique en ninguno de los innumerables factores que ha señalado la crítica, como el nivel de las interpretaciones o el morbo que provoca la violencia de algunas de las historias. Hay otro aspecto mucho más sutil que subyace a todo el planteo y que tiene que ver con el modo en el que los argentinos reclamamos y percibimos los actos de justicia.
Por ejemplo, en aras de actos para mí “justos”, he sido tildada muchas veces de “vieja loca”, y no porque sea tan vieja, sino porque en el imaginario de una persona joven, este calificativo representa el peor de los insultos (como si uno pudiera pasar por la vida saltéandose etapas o eligiendo en cuál perdurar más). Lo cierto es que las circunstancias en las que fui tildada de “vieja loca” son de lo más variadas, pero tienen en común que en todas ellas me rebelé ostensiblemente, es decir, en público, ante una situación que consideré fuera de lugar, abusiva o, en definitiva, injusta.
De qué estoy hablando, se preguntarán ustedes, bueno, por ejemplo, de haber permanecido imperturbable durante cuarenta minutos parada en doble fila, evitando que la joven señorita que me había pasado raudamente por la mano izquierda –mientras yo circulaba muy despacio con las balizas prendidas buscando un lugar para estacionar–, ocupara el lugar que yo consideraba mío. “Vieja loca” y otras cosas peores gesticulaba la joven con la cara pegada a mi ventanilla, mientras el público se amontonaba y la apañaba, y me instaba a deponer mi protesta y seguir mi camino.
O por ejemplo, manifestar en voz alta en un bar, ante la mirada reprobatoria de todos los presentes, la truchada de traer un ticket no válido como factura en una carpetita de cuero negra, muy pituca, y hacerme sentir que perturbaba a los clientes que levantaban molestos los ojos de las tablets, como descreyendo que tanto barullo fuera solamente por el reclamo de una simple factura.
O por ejemplo, subir al colectivo e informar al conductor que varios de sus compañeros de línea no paran en determinadas paradas porque prefieren aprovechar la onda verde del semáforo. Y, ante el repudio del chofer –que hubiera hecho lo mismo que sus compañeros de no tener que parar en la parada en cuestión para bajar a un pasajero–, llamar al teléfono que figura en el interior del colectivo a pesar de las miradas reprobatorias de los pasajeros, entre ellos, la de la mujer que se quejaba conmigo en la cola, y que portaba dos enormes bolsas y que por la tarifa del boleto, viajaba a provincia. Todos calladitos, avergonzados del “escandalete” de la “vieja loca”.
Podría dar miles de ejemplos, pero estos pocos bastan para demostrar, tal como descubrí cuando mis alumnos de español provenientes de Italia y Brasil, me lo señalaron, que los porteños nos creemos muy rebeldes y en realidad somos sumisos y dóciles, que nos gusta alinearnos en interminables colas para cualquier trámite, que somos incapaces de luchar por nuestros derechos y que solo enloquecemos de manera violenta e injustificada cuando nos ponemos al volante. De hecho, todos los extranjeros que pasan por mis clases, tienen miedo de manejar en Buenos Aires, y eso que provienen de ciudades con importantes problemas de tránsito, como San Pablo, Río o Roma.
Esta patológica conducta al volante percibida tan claramente por los extranjeros es precisamente la que se muestra en el episodio “El más fuerte” de la película de Damián Zsifrón –que comentaba al principio– en el cual, los dos únicos conductores de una ruta desértica del norte argentino terminan matándose salvajemente por una discusión de tránsito. Y es en este episodio en particular, y no en los demás, donde lo “salvaje” está realmente plasmado.
Porque el resto de los episodios para mí sólo refleja de manera amplificada el imaginario que nuestra comunidad tiene del justiciero, exclusivamente como aquel que es capaz de suicidarse, que no debe tener nada que perder, que es corrupto, un genio o un loco. Por eso, en la película “Bombita” (en una bastante obvia alusión a “Conchita” Barreda) logra la admiración de los presos, el perdón de su esposa y la sonrisa cómplice de la audiencia.
Es decir, creo que parte del éxito exagerado de esta película radica en que el público sale satisfecho y aliviado del cine porque no encuentra ninguna identificación posible con los protagonistas. Por el contrario, las historias nos ofrecen una buena justificación para nuestro conformismo, para nuestra resignación, para quedarnos de brazos cruzados, porque nos muestra que el extremo salvajismo no es para nosotros, que no pensamos suicidarnos, que tenemos mucho que perder, que no nos asumimos como corruptos, ni como genios y menos aún, como locos.
Por eso, más vale callarse la boca y dejar los pequeños actos de justicia para los demás, para los que sí pueden enfrentar el sistema de manera salvaje, como Susana Trimarco, mamá de Marita Verón, o Miriam Perrone, mamá de Kevin Sedano –entre muchas otras– , “locas” hasta que la perseverancia y las evidencias las llevaron a la Casa de Gobierno. O para alguna vieja loca de la política o para algún periodista desquiciado de esos a los que les gusta hacer un poco de bardo.
Y bueno, así estamos.