¿Un “cubano” en la Casa Blanca?

Donald Trump, víctima de un acceso de furia, había decidido no acudir a un debate entre republicanos de la cadena Fox. Ante esa circunstancia, a Chris Matthews, notable periodista de la televisión norteamericana, se le escapó frente a la cámara un comentario racista: “¿quién quiere ver una discusión entre dos cubanos?”. Luego presentó excusas y pidió que lo perdonaran.

Se refería a los senadores Marco Rubio de Florida y Ted Cruz de Texas, dos de los candidatos favoritos, hijos de cubanos. Los padres de Rubio son unos laboriosos inmigrantes de origen humilde, mientras los de Cruz lo forman un matrimonio mixto. Él es un ingeniero cubano convertido en pastor evangélico y ella una estadounidense nacida en Delaware. Cruz ni siquiera habla español.

En efecto, como entonces se dijo mil veces, si hubieran sido dos judíos, dos afroamericanos o dos viejos anglos blancos, Matthews no se hubiese atrevido a decir una cosa así. Tampoco si se hubiera tratado de dos mujeres, dos homosexuales, o dos religiosos. El freno de la “corrección política” habría funcionado de manera automática e instantánea.

En todo caso, el periodista norteamericano mentía. Ni Rubio ni Cruz son cubanos. Son absolutamente norteamericanos. Llevan en su memoria social el equipamiento necesario para asumir de manera auténtica la identidad que el país les otorga a sus habitantes naturales: el conocimiento absoluto de la lengua, el relato histórico, los mitos y leyendas, los cantos infantiles, la literatura y la cultura popular. Todo.

Sólo que tienen algo más. Como buenos nativos del país, asumen “el discurso” de Estados Unidos desde cierta perspectiva e influencias extranjeras. Eso sucede siempre. ¿Cuánto de Irlanda había en la personalidad norteamericana de John F. Kennedy? Los abuelos de Trump nacieron en Alemania (el apellido originalmente era Drumpf) y, aunque no tendría sentido presentar al candidato como un germano-americano, ¿por qué creer que ningún elemento de su naturaleza y comportamiento procede de ese origen por vía del aprendizaje?

A mi juicio, el matiz cubano de los antecedentes familiares de Rubio y Cruz, al margen de la otra gran lengua y cultura del Nuevo Mundo, lo que nunca está de más, les agrega un elemento valioso desde el punto de vista moral y los hace portadores de personalidades complejas, como le sucede a cualquier persona que crece en un ámbito sacudido por una experiencia estremecedora.

Han escuchado en sus casas las trágicas historias de una sociedad devastada por el totalitarismo y el mal gobierno –sus familias han sido víctimas de este modo monstruoso de estabular a la sociedad–, y seguramente le conceden un valor especial a la libertad individual y al rule of law. Aprendieron que donde no se respetan las leyes y las instituciones todos están abocados a la catástrofe en algún momento de la vida.

Supongo que a Bernie Sanders, muy familiarizado con el Holocausto por su condición de judío, le sucede algo similar. Su padre perdió a unos cuantos familiares polacos durante la barbarie nazi. Los asesinaron. Esa oculta cicatriz en el corazón de Sanders seguramente no le sobra si le tocara gobernar.

Él sabe, en carne propia, o en la de sus parientes lejanos, el peligro de la gente dogmática dispuesta a imponer sus prejuicios a sangre y fuego. Ese triste bagaje, como el que se transmite en los hogares de origen cubano, es útil a la hora de ejercer el poder, especialmente hoy que en el Medio Oriente se alarga la sombra criminal del Estado Islámico.

Es curioso que el presidente Obama esté a la búsqueda de su legado. Lo tiene desde el momento mismo en que resultó elegido. No ha sido el mejor presidente, y no hay duda de que ha cometido numerosos errores en la conducción de la política exterior, pero, junto a un desempleo por debajo del 5%, le deja al país el hecho importantísimo de haber roto con la tradición de enviar siempre a la Casa Blanca a varones blancos de origen más o menos “anglo-sajón”. Él fue el primero.

Su elección encajó en la realidad norteamericana actual, mucho más variada y mestiza, en la que no ya no caben los viejos estereotipos. De ahí que en las elecciones generales del próximo noviembre, si la candidatura de Donald Trump es derrotada en el proceso de primarias del partido republicano –algo que muchas personas inteligentes desean ardientemente por el bien del país–, y si se mantiene la tendencia observada en las primarias de Iowa, es probable que se enfrenten un norteamericano de padres cubanos y una mujer o un judío.

Gulliver contra doce mil enanos

Cuba 191, Estados Unidos 2. Eso se llama una paliza diplomática. Ciento noventa y un países votaron en la ONU a favor de una resolución presentada por Cuba contra las restricciones comerciales y financieras impuestas por Estados Unidos al Gobierno de los Castro desde 1961. Sólo dos naciones se opusieron: Estados Unidos e Israel.

Viene ocurriendo desde hace mucho tiempo. La novedad es que este año el Gobierno de Barack Obama lo celebra secretamente, aunque la ley y el sentido común obliguen a la diplomacia norteamericana a rechazar la resolución. El propio presidente había urgido al Congreso a que derogara la medida.

En todo caso, Estados Unidos, realmente, no se defendió. Al fin y al cabo, estas resoluciones de la ONU no son vinculantes. Es pura propaganda dentro de una organización tan desprestigiada que eligió a Venezuela y Ecuador para pertenecer al comité que vigila el cumplimiento de los derechos humanos, que es algo así como poner al zorro a cuidar el gallinero.

Lo interesante es cómo la dictadura de los Castro consigue desviar la atención sobre el verdadero corazón del asunto —la persistencia de una dictadura estalinista derivada del modelo soviético erradicado de Occidente hace un cuarto de siglo— y la coloca sobre una percepción fabricada: una pobre isla asediada por la mayor potencia del planeta. David contra Goliat. Continuar leyendo

Obama no entiende por qué Raúl le muerde la mano

Raúl Castro atacó al “bloqueo”, reclamó la base de Guantánamo y pidió el fin de las transmisiones de Radio Martí. Defendió a Nicolás Maduro y a Rafael Correa. Se colocó junto a la Siria de El Assad, a Irán, a Rusia, a la independencia de Puerto Rico. Criticó la economía de mercado y cerró con broche de plomo con una cita de su hermano Fidel, gesto obligatorio dentro de la untuosa liturgia revolucionaria cubana.

Poco después, se reunió con el presidente norteamericano. Según cuenta el Washington Post, Obama le mencionó, algo decepcionado, el ignorado asunto de los derechos humanos y la democracia. No hubo el menor atisbo de apertura política.

Obama no entiende que con los Castro no existe el quid pro quo o el “toma y daca”. Para los Castro el modelo socialista (lo repiten constantemente) es perfecto, su “democracia” es la mejor del planeta, y los disidentes y las “Damas de blanco” que piden libertades civiles son sólo asalariados de la embajada yanqui inventados por los medios de comunicación que merecen ser apaleados.

El gobierno cubano nada tiene que rectificar. Que rectifique Estados Unidos, poder imperial que atropella a los pueblos. Que rectifique el capitalismo, que siembra de miseria al mundo con su mercado libre, su asquerosa competencia, sus hirientes desigualdades y su falta de conmiseración.

Para los Castro, y para su tropa de aguerridos marxistas-leninistas, indiferentes a la realidad, la solución de los males está en el colectivismo manejado por militares, con su familia en la cúspide dirigiendo el tinglado.

Raúl y Fidel, y los que los rodean, están orgullosos de haber creado en los años sesenta el mayor foco subversivo de la historia, cuando fundaron la Tricontinental y alimentaron a todos los grupos terroristas del planeta que llamaban a sus puertas o que forjaban sus propios servicios de inteligencia.

Veneran la figura del Che, muerto como consecuencia de aquellos sangrientos trajines, y recuerdan con emoción las cien guerrillas que adiestraron o lanzaron contra medio planeta, incluidas las democracias de Venezuela, Argentina, Colombia, Perú o Uruguay.

Se emocionan cuando rememoran sus hazañas africanas, realizadas con el objetivo de crear satélites para gloria de la URSS y la causa sagrada del comunismo, como en Angola, cuando consiguieron dominar a las otras guerrillas anticoloniales, y luego a sangre y fuego vencieron a los somalíes en el desierto de Ogadén, sus amigos de la víspera de la guerra, ahora enfrentados a Etiopía, el nuevo aliado de La Habana.

No sienten el menor resquemor por haber fusilado adversarios y simpatizantes, perseguido homosexuales o creyentes, confiscado bienes honradamente adquiridos, separado familias, precipitado al éxodo a miles de personas que acabaron en el fondo del océano. ¿Qué importan estos pequeños dolores individuales, ante la gesta gloriosa de “tomar el cielo por asalto” y cambiar la historia de la humanidad?

¡Qué tiempos aquellos de la guerra no-tan-fría, cuando Cuba era la punta de lanza de la revolución planetaria contra Estados Unidos y sus títeres de Occidente! Época gloriosa traicionada por Gorbachov en la que parecía que pronto el ejército rojo acamparía triunfante en las plazas de Washington.

El error de Obama es haber pensado que los diez presidentes que lo antecedieron en la Casa Blanca se equivocaron cuando decidieron enfrentar a los Castro y a su revolución, señalándolos como enemigos de Estados Unidos y de las ideas que sostienen las instituciones de la democracia y la libertad.

Obama no entiende a los Castro, ni es capaz de calibrar lo que significan, porque él no era, como fueron Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, y Bush (padre), personas fogueadas en la defensa del país frente a la muy real amenaza soviética.

Incluso Clinton, ya en la era post-soviética, quien prefirió escapar antes que pelear en Vietnam, comprendió la naturaleza del gobierno cubano y aprobó la Ley Helms-Burton para combatirlo. Bush (hijo) heredó de su padre la convicción de que a 90 millas anidaba un enemigo y así lo trató durante sus dos mandatos.

Obama era distinto. Cuando llegó a la presidencia, hacía 18 años que el Muro de Berlín había sido derribado, y para él la Guerra Fría era un fenómeno remoto y ajeno. No percibía que había sitios, como Cuba o Corea del Norte, en los que sobrevivían los viejos paradigmas.

Él era un “community organizer” en los barrios afroamericanos de Chicago, preocupado por las dificultades y la falta de oportunidades de su gente. Su batalla era de carácter doméstico y se inspiraba en el relato de la lucha por los derechos civiles. Su leitmotiv era cambiar a América, no defenderla de enemigos externos.

Como muchos liberals y radicales norteamericanos, especialmente de su generación, pensaba que la pequeña Cuba había sido víctima de la arrogancia imperial de Estados Unidos, y podía reformarse y normalizarse tan pronto su país le tendiera la mano.

Hoy es incapaz de entender por qué Raúl se la muerde en lugar de estrecharla. No sabe que los viejos estalinistas matan y mueren con los colmillos siempre afilados y dispuestos. Es parte de la naturaleza revolucionaria.

La batalla de las percepciones

Tiene un nombre aséptico, pero es enormemente controversial: Plan Integral de Acción Conjunta. Es el acuerdo entre Estados Unidos e Irán en materia de control y eliminación de las armas nucleares que Teherán se proponía (o se propone) fabricar. Lo respaldaron los grandes del vecindario: el Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania.

Israel, claro, puso el grito en el cielo. Si Irán desarrolla las armas nucleares lo tiene todo. Ya cuenta con la cohetería capaz de destruir al país en un ataque sorpresivo. Ni siquiera lo disuadiría el hecho de que hay un millón y medio de árabe-israelíes que acaso morirían. El Islam aporta el consuelo glorioso del cielo prometido a los mahometanos mártires.

¿Exagerado? Eso es lo que los ayatolás aseguran una y otra vez. Hace ochenta años muchos judíos no creyeron lo que había escrito en Mi lucha un enérgico imbécil con un bigotito ridículo. Acabó matando a seis millones de judíos y exterminó para siempre la brillante judería europea.

Pero Israel no está sólo. Doscientos generales, almirantes y vicealmirantes norteamericanos, ya jubilados, acaban de firmar una carta pidiéndoles a los congresistas y senadores norteamericanos que no apoyen el pacto. No sólo lo hacen por Israel. Piensan en los intereses de Estados Unidos y de sus aliados.

Los argumentos que esgrimen son inquietantes. Están persuadidos de que Irán no cumplirá. Que no puede verificarse la no fabricación de bombas nucleares. Que le facilita a Irán el acceso a miles de millones de dólares, de los que una parte irá a subsidiar a los terroristas de Hezbolá. Y que convertirá el Medio Oriente en un lugar más inseguro de lo que ya es, desatando una carrera nuclear con otros estados árabes.

Curiosamente, el gran ayatolá Seyed Ali Jamenei les había dado la razón. Tras el anuncio del acuerdo afirmó que Irán no cambiaría su postura. Destruir a Israel continuaba siendo un objetivo sagrado y permanente.

Por supuesto, no todos los militares norteamericanos tienen la percepción de quienes protestan. Hace dos semanas, tres docenas de exoficiales, con la misma alta graduación, le habían solicitado lo contrario al Congreso: que respaldara el pacto logrado por Barak Obama y John Kerry con los ayatolás.

Alegaban  que el acuerdo alejaba las posibilidades del conflicto, suponían que se podían detectar los incumplimientos de Irán, y creían que no hay mejor opción que la conseguida. Era el mejor pacto posible en el imperfecto mundo de las relaciones internacionales.

De alguna manera, los militares pro pacto responden a la tendencia nacionalista  norteamericana expresada por teóricos convencidos de que el enorme país de 310 millones de habitantes no debe dejarse arrastrar a un peligroso conflicto por el estado de Israel ni por ninguna otra nación del planeta.

En todo caso, ¿por qué Obama y Kerry pactan con Irán? A juzgar por las palabras de Kerry recogidas por la agencia Reuters, porque quieren salvar a Estados Unidos de la antipatía que despierta la política norteamericana en el Medio Oriente.

Desean que Estados Unidos sea querido y admirado, y les molesta el rechazo que su país (aparentemente) provoca. Probablemente, como tantos norteamericanos críticos, especialmente del mundillo académico, comparten cierto rubor por la tradicional conducta internacional de Washington.

En realidad, Obama y Kerry han caído en la trampa de creer que la propaganda intensamente difundida, machacada hasta la extenuación, refleja los criterios de la opinión pública.

No advierten que existe una permanente campaña antinorteamericana, pertinaz y efectiva, que proyecta un supuesto criterio colectivo que no es el de la sociedad en general, sino el de una pequeña y vociferante élite que distorsiona la realidad y ha hecho del “antiyanquismo” su leitmotiv.

Tal vez cuando John Kerry protestaba contra la guerra de Vietnam en la que había peleado-, o cuando Barack Obama era un “organizador comunitario”, coincidían con los análisis de quienes se avergonzaban de la conducta de Estados Unidos, como sucede con personas como Noam Chomsky o el desaparecido Saul Alinsky, pero ésa, en rigor, aunque es la posición mayoritaria de la élite docente universitaria, y una de las señas de identidad de la izquierda, no es la que suscribe el grueso de la comunidad internacional, especialmente los hombres y mujeres de a pie.

La realidad objetiva es que Estados Unidos es uno de los países más admirados del mundo, en el que los pobres de medio planeta desean vivir, como revela la enorme encuesta que año tras año realiza la empresa Anholt-GfK Roper Nation Brands. (Les preguntan a más de 20,000 personas en 20 países significativos).

En los índices que compilan, hasta el 2014 Estados Unidos encabezaba la lista de las diez naciones más queridas. Ahora es la segunda, dado que Alemania ascendió al número uno. Las otros ocho son las sospechosas habituales de siempre: Inglaterra, Francia, Canadá, Japón, Italia, Suiza, Australia y Suecia.

La verdad es ésa. Lo otro son percepciones. Prestidigitaciones.

Una mujer en la Casa Blanca

Por razones contrarias, Carly Fiorina y Donald Trump fueron los personajes centrales de los dos recientes debates republicanos. Es posible que este primer evento público haya descarrilado totalmente la candidatura de Trump a la presidencia, pero ha servido, en cambio, para potenciar seriamente la de Fiorina.

Fiorina fue la más distinguida dentro de su grupo de siete aspirantes, de acuerdo con el 83% de los encuestados. Trump, en cambio, decepcionó a un número considerable de los republicanos congregados por Fox para evaluar los resultados del debate. Al focus group le pareció un tipo desconsiderado, superficial y avasallador. You are fired pudieron decirle al final de la discusión. Usted está despedido.

Sin embargo, tienen puntos de convergencia. Ni Fiorina ni Trump son políticos profesionales. Ambos provienen del mundo empresarial, disfrutan de una holgada situación económica y han sido educados en buenas universidades. Trump reivindica una fortuna personal de cuatro mil millones de dólares, pero es tal el embrollo de sus múltiples negocios que es difícil saberlo con precisión.

Entre 1999 y 2005 Fiorina fue la CEO o Presidente de Hewlett-Packard, una gigantesca corporación tecnológica creada en el mítico garaje de Sillicon Valley (California) en 1939 por los dos ingenieros que le dieron nombre a la compañía. La empresa hoy tiene trescientos mil empleados, opera en medio planeta, y vende ciento once mil millones de dólares anuales, una cifra mayor que el PIB de más de 100 países.

En su momento, la Junta de Accionistas despidió a Fiorina de su cargo, le pagó cuarenta millones de dólares como compensación, y aclaró que prescindía de ella por su estilo de gerencia y no por sus resultados.

Donald Trump es una conocidísima personalidad de la televisión y un empresario notable de bienes inmuebles, casinos, concursos de belleza, libros, y otras múltiples actividades, incluida una línea de ropa de hombre. Su nombre se ha convertido en una marca asociada a su extraña pelambre rubia que muchos piensan (erradamente) que es una inverosímil peluca. Nadie elige un nido de pájaros para simular una cabellera.

Trump tiene una docena de bancarrotas a sus espaldas, una complicada biografía genital compartida con diversas señoras estupendas, y un historial sospechoso de pleitos civiles y penales que mantienen al FBI en vilo permanente, aunque nunca, creo, lo han acusado formalmente de nada.

Demandó al comediante Bill Maher porque éste dudó que pudiera demostrar que no era hijo de un orangután. La maliciosa falsedad era fácil de desmentir: Trump ha hecho del exabrupto y el insulto su manera más eficaz de instalarse en los titulares de los medios, mientras los orangutanes suelen ser gentiles, silenciosos y algo melancólicos. Por ahí no van los genes.

Aunque es demasiado temprano para hacer cábalas, si Hillary Clinton es la candidata de los demócratas –lo que cada día parece más improbable dado el creciente escándalo de los emails perdidos–, acaso se enfrente a Fiorino. De esa manera no habría la menor duda de que en el 2017 Estados Unidos tendría a una dama sentada en la Casa Blanca.

En todo caso ¿está preparada la sociedad norteamericana para elegir a una mujer, demócrata o republicana? Supongo que sí. El gran legado de Barack Omaba no es su obra de gobierno, que tiene aspectos positivos y negativos, sino el hecho mismo de que fuera elegido y reelegido. Tras sus dos triunfos consecutivos no queda duda de que los votantes norteamericanos son mucho más aceptantes de lo que sostenía el prejuiciado estereotipo.

Lo que está menos claro es si elegirían a un empresario. Los 44 inquilinos que hasta ahora se han hospedado en la Casa Blanca generalmente han sido militares, abogados, ingenieros, políticos en ejercicio, un sastre, un maestro y un actor, pero pocos empresarios, y los que han tenido esa experiencia no han poseído o dirigido grandes compañías, sino pequeñas entidades generalmente vinculadas a la producción agrícola.

En los comicios de 2012, cuando Obama se enfrentó a Mitt Romney, un inversionista mormón grande y exitoso, uno de sus argumentos más eficaces fue que los empresarios están adiestrados para maximizar sus beneficios y no para identificar el bien común.

Supongo que, si la candidata republicana es Fiorina, tendrá que hacerle frente a ese ataque. Tal vez responda que hay principios generales de la economía que funcionan en todos los ámbitos.

Dirá, por ejemplo, que los empresarios saben cómo controlar los gastos, aumentar la productividad y propiciar la generación de empleos rentables en el sector privado, algo que les está vedado a los organizadores sociales, mucho más preocupados en crear redes clientelares alimentadas por los presupuestos públicos.

Será muy interesante ese nuevo debate.

 

Aislacionismo contra internacionalismo en EEUU

Estados Unidos se recoge. Pasa cada cierto tiempo. Existe en el país una vieja pulsión hacia el aislacionismo que comienza con George Washington y resurge intermitentemente. Mind your own business es la frase más norteamericana posible: “ocúpese de sus propios asuntos”.

Barack Obama se mueve en esa dirección. Llegó al poder decidido a cancelar las dos guerras (Irak y Afganistán) en las que su país se había empantanado. Casi lo ha logrado (con el aplauso de la mayoría, todo hay que decirlo). El entusiasmo bélico de los norteamericanos es como las series de televisión: dura trece semanas.

Cuando se despida del poder, en el 2017, de acuerdo con un estudio publicado por Heritage Foundation, el ejército tendrá apenas 450,000 soldados dispuestos a pelear, incardinados en 30 brigadas de combate. Seguirá siendo la fuerza militar más importante del planeta, probablemente invencible, pero será un 20% menor de lo que era cuando Obama se convirtió en su Comandante en Jefe.

Obama quería cerrar la cárcel de Guantánamo y antes de terminar su mandato acabará devolviendo esas instalaciones militares a los Castro. Su nueva política cubana consiste en eliminar unilateralmente cualquier vestigio de hostilidad militante hacia la dictadura aunque sacrifique a los demócratas cubanos. Eso quiere decir su cancelación del objetivo de “cambiar el régimen”.

Sus acuerdos con Irán van en la misma dirección. A la Casa Blanca no le importa debilitar hasta la extenuación sus relaciones con Israel a cambio de cancelar los conflictos con los ayatolás. Ni siquiera le preocupa excesivamente que saudíes, egipcios y turcos acaben desarrollando bombas atómicas sunníes para oponerlas a las chiítas que inevitablemente fabricará Teherán.

Esta tendencia aislacionista arraiga en la autopercepción de la clase dirigente de Estados Unidos. Para los padres fundadores “el pueblo americano” (los blancos, claro) estaba formado por una sociedad compuesta por personas pacíficas dedicadas al trabajo en el campo y al comercio. Esa era la visión de Thomas Jefferson. Una dulce Arcadia rural. Pensaba que su país debía ejercer una gran influencia internacional, pero por el ejemplo de sus virtudes republicanas y no por la fuerza.

Aunque había otras visiones. En la primera mitad del siglo XIX se afianzaron los idealistas, muy dentro de la filosofía política inglesa de la época. Estos norteamericanos creían en el carácter diferente de Estados Unidos. Era una nación distinta escogida por la Providencia para mejorar a los seres humanos. El país estaba llamado a guiar al mundo hacia el desarrollo, la democracia, la ley y la libertad.

En 1839 un periodista acuñó la expresión: el Destino Manifiesto. La nación debía civilizar al planeta. La consigna sirvió para justificar la anexión de Texas y del norte de México. También se trataba de una responsabilidad racial. Los blancos debían cargar con el peso de esa obra civilizadora. En 1899, Ruyard Kipling escribió unos versos defendiendo la grandeza de la conquista de Filipinas por Estados Unidos, arrebatada a España: The White man´s burden. A Teddy Roosevelt le pareció un mal poema, pero una excelente coartada política.   

Poco antes, en 1893, los colonos norteamericanos, aliados a los misioneros religiosos, le habían dado un injustificado aunque incruento golpe militar a la muy creativa reina hawaiana Liliuokalani, escritora y compositora. El presidente norteamericano Grover Cleveland se horrorizó y se negó a aceptar el cuartelazo. Le tocó a su sucesor William McKinley incorporar el archipiélago al territorio de Estados Unidos y extenderles la ciudadanía a sus habitantes.

Sin embargo, no fue hasta 1959, dos años antes del nacimiento de Obama, que Hawai se convirtió en el 50 estado de la nación. Siempre he pensado que el factor hawaiano debe haber pesado mucho en la percepción que tiene el presidente de la historia de su país y de su propio papel dentro de ese relato. ¿Qué tiene que ver un hawaiano birracial, hijo de un keniano, pasado por Indonesia, con John Adams o con Andrew Jackson?

En Hawai uno no nace y crece celebrando a la nación sino conmemorando rencorosamente el pecado imperialista original. El territorio es lejano y diferente al estereotipo estadounidense, la composición étnica es distinta, nunca hubo esclavitud ni Guerra Civil, y la regla general es el mestizaje. Hasta Pearl Harbor, era un Estado sin batallas y sin héroes gloriosos que prefería el hulahula a las marchas militares.

Dentro de esas circunstancias, era predecible que Obama basculara hacia el aislacionismo, como hoy sucede con medio país. Por supuesto, eventualmente el péndulo se trasladará en la otra dirección y otros gobernantes, como en su momento hicieron Harry Truman y John F. Kennedy durante la Guerra Fría, asegurarán que la misión de Estados Unidos es defender la libertad en el mundo. El internacionalismo no está permanentemente agotado. Sólo se ha apagado provisionalmente.